MARTES 16 DE MAYO DE 2000
Ť El otro lado del espejo Ť
Ť Sergio Ramírez Ť
La narrativa nicaragüense entró en su modernidad en los años sesenta con Lizandro Chávez Alfaro (1929), un escritor costeño que había emigrado a México en busca de nuevos horizontes artísticos, empeñado en los primeros momentos en la poesía y en la pintura. Efectivamente, con Los monos de San Telmo, su libro de cuentos que recibió en 1963 el Premio Casa de las Américas en La Habana, la realidad de Nicaragua, en todos sus horrores y esplendores, fue pasada por un tamiz de lenguaje y una concepción del relato absolutamente distinta al camino seguido hasta entonces, lleno de abrojos vernáculos.
Pero la publicación de su novela Trágame Tierra en 1969, al final de la gloriosa década del boom latinoamericano, y que fue finalista del prestigioso Premio Biblioteca Breve abierto en Barcelona por la Editorial Seix Barral, fundó verdaderamente la novela nicaragüense, limitada hasta entonces a escarceos más o menos recordables. Trágame Tierra, erigida sobre un aparato narrativo firmemente asentado en la historia contemporánea del país, nos daba otra lectura, descarnada y valiente, de lo que se había dado en llamar, de manera eufemística, ''el ser nicaragüense", oculto hasta entonces tras veleidades y ambigüedades que en esta novela se nos revelaban sin concesiones a ningún pudor. Y en ella quedó registrada toda una crónica nacional de la frustración y la hazaña, los sueños y los engaños.
He recordado desde el principio que Chávez Alfaro es un escritor costeño. Nació en Bluefields, como hijo de inmigrantes del Pacífico, y por tanto es dueño de una circunstancia de vida, muy privilegiada para un escritor que como él se ha propuesto a lo largo de su carrera literaria abarcar el todo, complejo y huidizo, que es Nicaragua. Un todo múltiple en el que no es tan fácil advertir las calidades que representan las dos costas del país, de culturas tan disímiles y tantas veces contrapuestas, e ignoradas.
Creo que la primera confesión de parte debe ser la más o menos absoluta ignorancia que los nicaragüenses de este lado, el de la costa del Pacífico, tenemos respecto a aquel, el de la costa del Caribe. Tendemos a verla como un lejano territorio de reserva, más o menos gris y homogéneo, tal como nos lo enseñó la revolución liberal de finales del siglo XIX con su prosopopeya reivindicadora; y esa apreciación fatal, largamente anquilosada en nuestra conciencia, no pudo variarla la revolución sandinista casi un siglo después, pese a todas sus buenas intenciones, convertidas a la postre en trágicos errores amamantados en la arrogancia.
En base a una lejanía que hemos creado artificialmente, utilizando el catalejo al revés, la llamamos ''costa Atlántica", ignorando así el portento cultural que significa el término caribe, tan rico y tan diverso por sí mismo, y que de estar conscientes de su poder, nos acercaría más a esa parte vital de Nicaragua olvidada, ignorada y tergiversada por los vicios y las carencias de nuestra memoria.
El Atlántico comienza mucho más lejos, hacia el mar abierto, más allá de las últimas islas de las primitivas rutas marinas, y al cercenar de nuestra lengua diaria al Caribe, mar interno y mar nuestro, islas y tierra firme, borramos todo un universo de espléndidas metamorfosis, alquimias y transmutaciones, todo un caldo de cultivo y cultura que hierve en una olla de deslumbres, ritos, realidades y fantasmagorías -el más suculento de los melting pots- del cual nosotros mismos, que vivimos en la costa del Pacífico, también formamos parte, porque vivimos, creámoslo o no, dentro del Caribe que ignoramos y despreciamos.
La última novela de Lizandro Chávez Alfaro, Columpio al aire (UCA, 1999) viene a despertarme esta reflexión. Representa una espléndida alegoría de esa tensión incesante en nuestra historia, una dicotomía en la que los nicaragüenses seguimos viviendo. Los hechos de la novela ocurren a finales del siglo XIX en tiempos de la conquista de Bluefields bajo el puño de hierro del General Migloria, que manda ahora en nombre de José Santos Zelaya, el reformador liberal. En aquel territorio, hasta entonces bajo la influencia británica, se desmoronan los últimos vestigios del reino mískito de George Augustus Frederic, cuyos huesos el nuevo poder quiere exhumar del cementerio por donde deberá pasar una nueva calle en nombre del progreso.
Así empieza la novela, como si la viéramos en la pantalla de cine mientras pasa los títulos: Viola y su sobrina Tisi, de la familia del rey indígena muerto, van por la antigua calle del Rey, que ahora se llama calle del Comercio según las ínfulas liberales, Viola bajo un solemne paraguas de damasco, Tisi bajo otro multicolor, con mango de jaspes de caramelo. Por todas partes se afanan los deudos con pequeñas cajas maqueadas, costales, canastos, para meter los huesos de sus muertos expulsados del cementerio por el progreso, y por la revancha. Viola rechaza que su deudo el rey sea exhumado. El General Migloria, vestido con arreos militares, pasa a caballo al lado de su ayudante el teniente Sanarrusia, echando lodo con los cascos de las bestias. La mujer y la niña no se apartan: ''en cualquier de sus posiciones, móviles o inmóviles, intruso era el otro, la otra, los otros".
Esta es la historia, y es la alegoría. El progreso desentierra y deja a flor huesos y raíces, no importa cuánto tiempo hayan permanecido nutriéndose en la oscuridad del pasado, y la torpeza consiste siempre en querer prescindir del pasado, sobre todo cuando campea la pretensión de quitarle legitimidad, por ajeno, como si excluirlo de la nueva historia oficial bastara para excluirlo de la vida. En nuestra historia patria, contada siempre desde este lado, todo el fruto de la colonización inglesa del Caribe ha sido espurio, mientras tanto se nos ha enseñado, y hemos enseñado, que la colonización española de nuestro Pacífico fue siempre esforzada y gloriosa: los reyes mískitos fueron siempre pagados con barricas de ron de Jamaica, y siempre borrachos podían firmar todas las concesiones de tierras y bosques que los ingleses pusieran en sus manos; como si de este otro lado la historia hubiera corrido siempre por un carril de dignidad, decencia, y decoro.
Y tras ese concepto de costa Atlántica lejana, dejamos en la borrosa lontananza, para olvidarlo, e ignorarlo, todo un cúmulo de historia, inmigraciones, arrastres culturales, lenguas, religiones, formas de ser, sentimientos, raíces, sustancias, música, identidades. No hay identidad común sino en la diversidad, y cuando intentamos definir al nicaragüense, lo hacemos acudiendo a lo que sabemos del nicaragüense de este lado. Columpio al aire nos recuerda lo contrario: nicaragüenses eran también en el Bluefields de finales del siglo XIX los soldados llegados del Pacífico a asentar la conquista liberal, los colonos mestizos, artesanos y agricultores, inmigrantes de Managua y Masaya que querían instaurar, como buenos colonizadores, el culto del doctor San Jerónimo con sus ruidos de carnaval, en un territorio donde el rito moravo había enseñado, antes que nada, la parquedad de las voces sosegadas.
Y también los negros inmigrantes de Jamaica, y los creoles, y los mískitos, y los zambos, y los religiosos moravos llegados desde Altona, junto al Elba, y los prusianos de Karlstadt que quisieron fundar su propia colonia, y los chinos que llegaban escondidos en barriles en las bodegas de los barcos, y los comerciantes árabes como ese elusivo personaje que es en la novela Safa Kubrik, todo ese melt pot, la olla hirviente de gentes que en Bluefields reproduce al Caribe como espejo de mano nuestro sin el cual no podríamos mirar nuestro verdadero rostro, múltiple, diverso, contradictorio, negro, indígena, español, mestizo.
El columpio en que Tisi, la niña de la novela, se mece en el patio de su casa de Bluefields, va de uno hacia otro confín en el aire, de este a oeste, del Caribe hacia el Pacífico, y luego de vuelta. Es el columpio en que nos hemos mecido siempre, ignorándolo, e ignorándonos.
Managua, mayo 2000.
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