Vilma Fuentes
Un hotel muy particular
Acaso uno de los últimos salones literarios que existe en París, en el sentido voltairiano del término, tiene lugar en la sala de recepción del hotel Saint-André-des-Arts, cerca del Odéon, entre el barrio latino y Saint-Germain-des-Près.
El edificio que aloja ahora al hotel, construido a fines del siglo XVI o principios del XVII, sirvió sin duda de cuartel a los mosqueteros del rey, dirigidos en la época sucesivamente por los capitanes de Troisville y d'Artagnan -personajes reales utilizados por Alejandro Dumas en varias de sus novelas-. En una de las paredes del hotel, junto al ventanal, subsisten los vestigios de la pintura de dos espadas que se cruzan: tal vez uno de los símbolos de la compañía de mosqueteros.
El escritor Jacques Bellefroid me presentó con el propietario del hotel, Henri Legoubin, en la primavera de 1985. Bellefroid había escrito su novela Les Etoiles filantes (Las estrellas fugaces) en una de las recámaras dos o tres años atrás. Legoubin lo sorprendió por su erudición literaria y su auténtica pasión por la escritura.
Durante esa primera época, se imponían a la visión del resto de la clientela las figuras tan altas como delgadas de las hermosísimas top models, quienes bajaban las escaleras del hotel con el mismo paso provocativo y etéreo con que presentarían las colecciones de los grandes modistas. Así, durante mes y medio, dos veces al año, la escalinata servía de terreno de ensayo a los desfiles cada vez más atrevidos y costosos.
Pero a medida que la apariencia física se fue convirtiendo en uno de los principales valores de fines del milenio -ese look que, por un contrasentido, no es la propia mirada, ésa con la que miramos a los demás, sino la que deseamos con que nos vean los otros-, las agencias de las cada vez más altas y flaquísimas modelos dejaron de alquilar los cuartos de un pequeño hotel proveniente de un mundo más antiguo y típicamente francés para llevárselas a las suites de lujo de los grandes palaces anónimos.
De manera curiosa, aparecieron entonces los músicos de blues y jazz (tanto los que tocan en los centros nocturnos más célebres como los que, como alondras, llegan en verano para tocar en las calles), los profesores universitarios, los artistas y los escritores -provenientes de Canadá o Brasil, Italia y España, México o Suiza, Alemania, Estados Unidos, Argentina, Inglaterra, Japón y, últimamente, de los llamados países del Este.
Así, en la recepción del hotel -a donde bajan de sus recámaras los huéspedes de paso, vuelven antiguos clientes y pasan a conversar, sin cita, por simples ganas de un momento de distracción de la propaganda política y comercial con que bombardean los medios de información, llegan visitantes que conocen o han escuchado hablar del sitio-, tiene lugar por las tardes una conversación libre, conocedora, sin la competencia de vanidades tan agotadora, pero cargada de humor e ironía y del deseo de intercambiar nuevas ideas.
Nada qué ver con los organismos literarios oficiales ni con las solemnes mesas redondas, donde se discute más de tiraje, dinero y política que de literatura -pero, Ƒquién habla aún de ella?
No se vaya a pensar por eso que pueden atravesar las puertas del hotel los ''hombres o mujeres de letras'', esa especie que se multiplica a pesar de los bostezos respetuosos que sus discursos pontificales hacen brotar.
No: la plática es ligera y al mismo tiempo profunda. Rápida, ágil. Inteligente a causa del interés que se pone en las palabras del interlocutor. Kundera dice una frase sobre Onetti, mientras Gunther Grass pregunta a una novelistas canadiense qué piensa de una escritora alemana. Proust, desde luego, es tema constante. Juan Rulfo brota al filo de las horas que pasan, con el fondo de un blues, un jazz o el último disco de Buenavista Social Club, otra de las pasiones del dueño del hotel. A veces, alguien monopoliza la palabra y nos narra una novela desconocida, misteriosa, y que nos hace desear leer.
Mecenas a su manera, cuando puede compra un cuadro a un pintor, regala libros que recomienda y, Ƒdebo decirlo?, Legoubin escribe desde hace más de diez años una novela ensayística sobre el libro de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. Su teoría es la escritura de un segundo libro escondido entre las palabras de las dos mil páginas que él descifra de acuerdo a las consonancias, la mitología y otras razones y sinrazones cervantinas de la libre interpretación que, a pesar de confesar en voz baja a todos sus clientes, guarda en secreto como un tesoro.