DOMINGO 21 DE MAYO DE 2000
Ť Dirige el proyecto que se inició con Harold Ross hace tres cuartos de siglo
Remnick: evidente, la fortaleza de la escritura y los reportajes profundos
Ť En 1925 urgía una revista de interpretación y análisis, consideró su creador
Miryam Audiffred Ť Hace 75 años hubo un hombre, Harold Ross, que soñó el proyecto literario y periodístico más sólido del siglo XX americano. Su ilusión estuvo a punto de llamarse Truth pero los rascacielos y el aire cosmopolita de un inmenso paisaje urbano se encargaron de desviar sus pensamientos hacia el único nombre que, por obvio, podía colarse entre los recovecos de una mente ansiosa de trascender la información brindada en los diarios neoyorkinos.
"Urge una revista que sea interpretación y análisis más que una versión estenográfica de cualquier hecho", decía el editor a principios de 1925; semanas antes de que la revista The New Yorker diera inicio a una aventura que aún no tiene fin.
Si a principios de los años veinte la propuesta de Ross sólo contó con el apoyo del cartonista Peter Arno, el columnista Lois Long y el magnate Robert Benchley -quien financió los primeros litros de tinta y kilos de papel que se requirieron para publicar la revista semanalmente-, ahora, cinco editores y cuatro sedes más tarde, The New Yorker cuenta con un enorme grupo de colaboradores y millones de lectores, quienes, hace unos días, se congregaron en distintas localidades de Manhattan para asistir al festival de aniversario de la publicación.
Aunque ha habido épocas de exagerado formalismo y de discreta banalidad, sus editores no han doblegado la disposición tipográfica ante las veleidades del diseño. De hecho, para el mexicano Juan Villoro la revista ha demostrado a lo largo de toda su historia cómo hacer un periodismo cultural de "altísima calidad", puesto que, considera, "es clara su firme vocación de compromiso con la letra".
Un hogar para escritores
Aunque la revista fue creada para difundir artículos literarios y, en particular, escritos de ficción, durante los años cincuenta y sesenta -bajo la dirección editorial de William Shawn y a pesar de la venta del semanario, en 1985, a la compañía Newhouse, que pagó 168 millones de dólares por ella- la publicación comenzó a hacer énfasis en los sucesos políticos de Estados Unidos y el resto del mundo.
Así, además de ser una referencia obligada para la comprensión del desarrollo de la literatura estadunidense, The New Yorker se convirtió en la memoria de ciertos años y ciertos tiempos al capturar en sus artículos muchas de las imágenes que, como la figura de Adolfo Hitler y los horrores de la Segunda Guerra Mundial, quedaron grabadas en el recuerdo de todos los ciudadanos del mundo.
De acuerdo con David Remnick -actual editor de la revista-, los principales cambios efectuados en la publicación siempre han estado relacionados con el relevo generacional.
"En este sentido -dice a La Jornada-, el fenómeno más excitante al que nos enfrentamos como institución es el arribo de nuevas voces y talentos".
Al frente del semanario desde 1998, Remnick se muestra seguro del lugar que ocupa la revista en el panorama editorial de Estados Unidos: "Me parece que el rol que ha jugado esta revista en las esferas de la literatura y el periodismo es el de representar un hogar para el desarrollo y la consolidación de las voces del país".
Afirma que los lectores se acercan a la revista cada semana esperando escuchar voces que sean claras, provocativas y entretenidas -"aunque también lo hacen para descubrir algo nuevo"- y no teme en cuanto al futuro cultural de la publicación, puesto que, aclara, en todo el mundo hay evidencias de la fortaleza de la escritura y de los reportajes profundos.
México en las páginas de la publicación
Al seguir las huellas impresas por la revista a lo largo de tres cuartos de siglo es posible descubrir que los rastros dejados por la creatividad y el talento mexicanos en sus páginas es escaso, pero muy relevante. Basta ver las pinturas hechas por Abel Quezada para ilustrar las portadas de algunos de los ejemplares publicados en los primeros años de la década de los ochenta para comprender que, en la relación de los artistas nacionales con este semanario, la calidad no está directamente relacionada con la cantidad.
En cuanto al staff de reporteros, la única mexicana que hay o ha habido en la revista es Alma Guillermoprieto, quien llegó a esas páginas un tanto por azar y un tanto por destino, pues antes de sumergirse en el periodismo ya había iniciado una carrera como bailarina en las compañías de Merce Cunningham y Martha Graham.
Si bien comenzó su carrera periodística en 1978, colabora en la revista desde 1989, fecha en la que se convirtió en la principal vocera de los acontecimientos en México y América Latina.
Especialista en la realización de crónicas -son famosos sus relatos sobre "la desenmascarada" del subcomandante Marcos y sobre el surgimiento del EZLN, en Chiapas-, Guillermoprieto comenta que la herencia periodística de la revista está en su sentido de la ética, en la preocupación constante por el lector y en el hecho de mirar a la escritura como un instrumento de reflexión y búsqueda de la equidad.
Y es que los escritos que aparecen en el semanario nunca están a las órdenes del tiempo. Son coyunturales, reporteriles, anecdóticos y amenos porque, como lo explica la periodista, se desarrollan a lo largo de tres meses o más. De hecho, sólo existe un caso en el que la publicación, la investigación y la redacción del artículo requirió únicamente de tres días. Se trata del escrito que la mexicana realizó en torno al asesinato de Luis Donaldo Colosio.
"La revista no escoge temas, sino escritos", explica. "Y el objetivo es que todo lo que quede publicado adquiera una especie de autonomía, que sea un trabajo perdurable".
La extensión tampoco es un problema. Si en México los medios requieren de artículos que no excedan las 5 mil palabras, en el caso de la revista New Yorker los textos tienen, en promedio, 12 mil.
Con un amplio número de lectores en lo que sería la clase media ilustrada de Estados Unidos, la publicación ha luchado siempre por alcanzar la mayor veracidad posible; de ahí que entre los numerosos "filtros editoriales" a los que todos los escritos deben ser sometidos antes de su publicación se encuentre el Fact Checking Department.
Integrado por unos 15 egresados de distintas universidades, dicho departamento editorial es el encargado de hacer la revisión fundamental: examinar cada una de las frases hasta tener la plena seguridad de que todo pueda ser comprobado con documentación, grabaciones o libros.