MAR DE HISTORIAS

* Cristina Pacheco *

El espectador

"Por lo que acabo de leer, deduzco que en 12 años de trabajar en Super-S usted ha logrado hacerse de una posición bastante sólida. El sueldo no es malo y es evidente que hay muchas probabilidades de que se lo mejoren", dijo el señor Solís en cuanto terminó de leer mi currículum. Me bastó oír esas frases para imaginarme a dónde iba y no me equivoqué: "Sin embargo quiere dejar la empresa donde tiene futuro y venirse acá. Me gustaría conocer los motivos".

Hoy vi por segunda ocasión al señor Solís. Teníamos una cita. La primera vez que conversamos me presenté de improviso en su oficina y le pedí a la secretaria que me permitiera hablar unos minutos con su jefe. La muchacha ųahora sé que se llama Ritaų me miró desconcertada y le aclaré: "No tengo cita".

Cuando escuchó mi explicación sus ojos se iluminaron: "Lo siento. El señor Solís no está". Creí que era un pretexto para rechazarme. Ella debió advertirlo porque me dijo: "Puedo agendarlo para otro día". Tomó su cuaderno de notas y preguntó el motivo de mi visita. "Personal", respondí sin titubeos. En eso estábamos cuando apareció el señor Solís. No reparó en mi presencia y se dirigió a Rita: "Intenté llamarla desde el hospital, pero todos los teléfonos estaban ocupados". El le impidió explicarse: "Consiga un celular para mi esposa. Extravió el suyo y necesito que esté en constante comunicación conmigo ahora que mi madre está en el hospital".

Rita aprovechó el momento para demostrarme que ella sí era de la familia. Con un tono muy íntimo, preguntó: "ƑCómo sigue doña Anita?". Solís respondió con cierta impaciencia: "Como cualquier persona que tenga 85 años". El comentario me hizo recordar a mi viejita color de rosa. Miré el reloj y suspiré con alivio pensando que a las doce y veinte ųy menos siendo lunesų ella jamás iba al supermercado. Me reí.

El señor Solís se dirigió hacía mí. Luego miró a su secretaría. Ella habló en un tono muy bajo, como para demostrarme que sólo se dirigía a su jefe: "Quiere verlo. Dice que es personal, pero ya le expliqué..." La interrumpí: "ƑPodría hablar con usted en privado?". Para mi sorpresa, el señor Solís me indicó que lo siguiera. Ya en su oficina lo tranquilicé: "No voy a quitarle más de cinco minutos". El señor Solís se apoyó en el escritorio: "Si ha venido para venderme una enciclopedia o un servicio funerario completo..." Negué con la cabeza: "Supe que su jefe de compras está a punto de renunciar. Me interesa el puesto".

El señor Solís se mostró desconfiado: "ƑCómo se enteró usted...?". "En el medio, las noticias corren". Me preguntó dónde trabajaba. Iba a responderle que en un establecimiento de la competencia, cuando oímos el teléfono en la oficina contigua. El rostro del señor Solís se mantuvo alerta. Recobró la serenidad cuando se percató de que la llamada no provenía del hospital.

Comprendí que había elegido el peor momento para ofrecer mis servicios. Se lo dije al señor Solís, me disculpé y le pedí una cita posterior. Accedió a recibirme el siguiente lunes a las doce, es decir, hoy. Llegué puntual, con todos mis papeles en orden y preparado para responder a la pregunta inevitable: "ƑPor qué?".

II

Mientras el señor Solís leía mi currículum, advertí su gesto de preocupación. No pude refrenarme y pregunté: "Su mamá, Ƒcómo sigue?". El hombre se sorprendió: "Ya salió del hospital. Se encuentra estable pero en estos casos nunca se sabe. Hay que estar preparado..."

El comentario me pareció idéntico al que he pronunciado muchas veces mientras veo a mi viejita color de rosa salir del supermercado sin que nadie trate de impedírselo. En esos momentos respiro con alivio. Mi tranquilidad desaparece cuando pienso que un día no estaré para cuidarle y entonces sucederá lo inevitable: la pescarán con su botín de jabones, paquetes de sopa y otras mercancías por el estilo. Yo, como el señor Solís, tengo que estar preparado para cuando eso ocurra.

Varias veces el señor Solís suspendió la lectura de mi currículum y me miró con una mezcla de extrañeza y curiosidad. Cuando cerró el fólder esperé, sabía que iba a decir lo mismo que me han dicho otros empresarios a quienes les he pedido trabajo: "Por lo que acabo de leer, deduzco que en 12 años de trabajar en Super S usted ha logrado hacerse de una posición bastante sólida. Sin embargo quiere dejar la empresa donde tiene futuro y venirse para acá. Me gustaría conocer los motivos".

Aunque estaba preparado, no logré articular ninguno de mis argumentos. Por la forma en que el señor Solís me sonrío comprendí que atribuía mi silencio al nerviosismo. Imposible defraudarlo. Improvisé un ridículo discurso donde mezclé el espíritu de aventura con la necesidad de enfrentar nuevos retos, todo para no decir una verdad que hasta a mí me parece absurda.

Cuando terminé, el señor Solís dijo: "qué interesante", se puso de pie y me acompañó a la puerta. Allí le ordenó a Rita que guardara mi currículum, a fin de tenerlo a mano para una próxima cita. Por su tono comprendí que aquello era la cortesía habitual para deshacerse de aspirantes ineptos o demasiado insistentes. De todos modos quise dejar abierta una última posibilidad: al despedirme de Rita le pedí verificar mis teléfonos. Rumbo al estacionamiento hice un resumen de lo ocurrido y, como en las otras situaciones similares vividas en los últimos meses, llegué a la conclusión de que la responsabilidad de todo era de mi viejita color de rosa. Por su culpa hace meses decidí abandonar Super-S y también por su causa he fracasado en las cuatro empresas donde he hecho solicitudes de ingreso.
En todas se asombraron de mi trayectoria, pero en cuanto me preguntaron el motivo de que quisiera renunciar a mi buena posición todo se fue al diablo: enmudecí y luego solté algún estúpido discurso. Ninguno tan malo como el que pronuncié ante el señor Solís. De seguro piensa que soy un estúpido o que estoy loco. Me adhiero a la segunda suposición: estoy loco.

III

Empecé a hacer locuras desde que vi a mi viejita color de rosa. Eran las dos de la tarde. Como siempre en domingo, la tienda estaba atiborrada de compradores en bermudas y pants; en cambio la viejita iba vestida con un traje sastre rosa. Sus mejillas y sus labios eran del mismo color: "Como de película gringa", pensé cuando la vi probando la nueva marca de tequila que obsequiaba una demostradora.

Una hora más tarde la descubrí junto a la mesa de botanas, cortesía de Super-S a su clientela dominical, dándole a la empleada la receta de una salsa borracha. Después, aunque desde lejos, la vi en el área de lácteos, dándoles pellizquitos a los quesos y probándolos con expresión de conocedora.

Esos encuentros bastaron para imaginarme la historia de la anciana: "jubilada, viuda, ahorrativa, sin prisa y sin que nadie la espere en el cuarto subarrendado o de azotea". Hasta la fecha ignoro si la vida que le inventé a mi viejita color de rosa es la verdadera. Lo único que puedo decir es que dentro de mi esquema no entró para nada lo que ella es realmente: una ladrona.

Lo descubrí al siguiente domingo que apareció en el supermercado. Vestía su infalible traje sastre color de rosa. La urgencia de rectificar un precio me condujo al área de pastas. Al acercarme vi a la anciana acuclillada, metiendo en su bolsa un paquete de sopa de fideo. Ella también me miró, pero en vez de disculparse o disimular su falta me dijo sonriendo: "Perdónale la travesura a tu abuela".

Cuando me repuse de la sorpresa corrí tras ella hasta la Caja 3. Se escurrió entre los compradores que esperaban turno para pagar y llegó a la puerta. Allí se volvió a mirarme y sonriendo me dijo: "Van muchos días que busco el aceite de Wampole y no lo encuentro. ƑCuándo cree que lo tendrán?". Sin esperar mi respuesta, salió.

Con leves variaciones, la rutina de mi viejita color de rosa es la misma todos los domingos. Sé que hago mal, pero la protejo. Un día no podré hacerlo y la descubrirán. No quiero estar aquí para cuando eso suceda pero tampoco puedo irme. Ella lo sabe.