LUNES 22 DE MAYO DE 2000

* Jane Campion: alteridad y experiencia femenina *

* Carlos Bonfil *

El tema medular en el cine de Jane Campion es, en una primera mirada, el de la inadaptación social. Un desajuste mental en el caso de Sweetie; la acusación de esquizofrenia que pesa sobre la escritora Janet Frame en Un ángel en mi mesa; el mutismo de la heroína de El piano. En cada caso, la dificultad de comunicar una sensibilidad diferente. La mujer como paria en la sociedad patriarcal. En sus películas, Campion describe la soledad de sus protagonistas mujeres a través de un estilo minimalista que en sus primeros trabajos se manifiesta por la fragmentación de objetos y personajes en los encuadres, por la estudiada fealdad de los interiores domésticos, y por la evasión esporádica al territorio de lo fantástico. El caso es singular: la directora, también guionista de sus películas, transmite a partir de la elaboración estética el estado anímico de sus personajes. Aborda lo que a menudo parece inabordable en el cine: la descripción de una geografía mental, la crónica de un exilio interior. Esto conduce necesariamente a una economía en la expresión, que Campion explica así al hablar de Un ángel en mi mesa: "No me gusta ser demasiado explícita. Lo que yo deseaba era crear una sensación de intimidad con el estado de Janet sin tener que describir sus causas. En mi opinión, cualquier explicación destruye la esencia dramática, aunque obviamente existe el riesgo de que el espectador no comprenda muy bien lo que sucede. Como espectadora detesto que me den lecciones de cine, y de un director espero una solución más sutil que me conduzca a descubrir las claves de un comportamiento".

ƑQué claves podrían orientar al espectador para entender a un personaje como Sweetie? La explicación sicológica no funciona para entender el desajuste emocional de una joven rubicunda (Genevieve Lemoin), de casi treinta años, que parece haber detenido su evolución mental en la primera infancia. Con su libertad provocadora, con sus caprichos y delirios de vedette incomprendida, Sweetie martiriza a su hermana Kay, quien a su vez representa todo un caso clínico de frigidez e insatisfacción conyugal. En el caso de Sweetie no hay retraso mental, acaso únicamente la voluntad tenaz de negarse a aceptar la mediocridad moral de su entorno social. Su relación con su padre es conflictiva y erótica; con su hermana, tiránica y chantajista. Sweetie impone a su familia ųprovocación lúdicaų la presencia de un galán estrafalario y sucio, soberanamente perezoso, en quien todo mundo reconoce, sin embargo, el instrumento ideal para deshacerse de la propia Sweetie, el freak estorboso.

No es muy diferente el caso de la escritora neozelandesa Janet Frame en Un ángel en mi mesa. En su infancia se le rechaza por su físico ingrato, se le atormenta en su juventud por su timidez y su dentadura podrida, permanece virgen hasta los 36 años, y el profesor de quien se enamora la convence de la necesidad de ingresar a un manicomio. La muerte de su hermana y las crisis de epilepsia de su hermano le provocan una violenta crisis nerviosa que los médicos diagnostican erróneamente de esquizofrenia, por lo que la confinan en un asilo siquiátrico durante ocho años ("Ocho años y doscientos electrochoques que equivalían cada uno a un fusilamiento", resume la escritora). Janet Frame se libera finalmente mediante la creación literaria, misma que elimina paulatinamente el temor de la enfermedad y de la muerte.

Entre el primer y el segundo largometrajes se percibe un cambio estilístico muy fuerte. Campion abandona las búsquedas formales, los encuadres rebuscados ("Si colocas a alguien en un rincón del encuadre, tienes la impresión de que los personajes no se comunican entre sí"), la parquedad extrema de los decorados. Y lo que parecía angustiante en Sweetie, ese hogar que se diría anticipa una mudanza inminente, o que conserva objetos de inquilinos anteriores, arbitrariamente confundidos con el nuevo mobiliario, grotesco, floreado, de mal gusto, desaparece y da paso a un juego cromático fantasioso y agradable. En Un ángel en mi mesa, la cabellera color zanahoria de Janet Frame contrasta con el verde intenso de los jardines y con las tonalidades de una suburbia extraña como la de Terciopelo azul (Lynch, 1989).

Tres experiencias femeninas que son tres instancias de la alteridad: Sweetie y su actitud desafiante desde las márgenes (la afirmación en la diferencia); Janet Frame y su alucinante itinerario iniciático (la sensibilidad artística acendrada en el goce de la diferencia); y el soberbio silencio de la heroína en El piano (la reivindicación del placer en la periferia de las convenciones sociales).

En El piano, el punto de vista es exclusivamente femenino. En el siglo XIX una escocesa, muda desde la infancia, llega a Nueva Zelandia en compañía de su hija bastarda para contraer matrimonio con un extranjero que no le inspira ni respeto ni afecto. Su pasión exclusiva por el piano la conduce a refugiarse en un universo sensorial en el que nadie, a excepción de su hija, tiene la mínima posibilidad de acceso. La pianista sucumbe, sin embargo, al magnetismo erótico de un hombre rudo ųun occidental que ha adoptado las costumbres de la tribu maoríų, con quien vive una singular pasión amorosa.

El piano es una película de "autor". Y el autor es aquí una mujer (novedad en el planeta de la cinefilia moderna, donde el calificativo se reserva comúnmente a directores como Godard, Fellini, Kurosawa, Scorsese o Tarantino). Muy ocasionalmente una mujer ingresa en este parnaso patriarcal. Son célebres las miradas de Vera Chytilova, Agnes Varda, Marguerite Duras o Chantal Akerman, pero siguen siendo escasas. Interesan en tanto manifestaciones de una alternativa artística ųcuriosidad, folclor, realidad distante.

Campion rompe con este esquema al ingresar estruendosamente al mundo de los festivales de cine y al obtener un éxito comercial inesperado. En El piano, consolida además su estilo narrativo y acude nuevamente a lo que mejor maneja: la complejidad de una mirada femenina en el cine. La cámara intenta registrar esa mirada subjetiva con que la heroína abarca la realidad circundante. Todo lo vemos a través de sus ojos: el deseo animal del hombre enamorado, la vulnerabilidad lastimera del marido insatisfecho, la curiosidad vagamente hostil de la comunidad maorí, el embeleso ante la música, todo a través de la mirada de una mujer muda y por su breve confidencia inicial que es monólogo interior de una sensibilidad femenina.

El piano es también el relato de un encierro espiritual. La protagonista ųencorsetada, muda, prisioneraų lo libra al público en una rica variedad de gestos y miradas. La mujer, privada del lenguaje, describe desde su propio confinamiento los diversos estadios de su liberación. En imágenes vigorosas, la directora parece replantear el lenguaje mismo de la representación erótica tradicional. La heroína explora la sexualidad en rituales de caricias que prescinden de la penetración y del dominio machista; ella oficia, de alguna manera, una ceremonia de iniciación sexual. La ausencia de la palabra realza el valor del mundo sensorial de la protagonista, al punto de imponer su elocuencia a sus dos compañeros sexuales.

El retrato inicial de la mujer víctima de la moral victoriana señala, además de la rebeldía del mutismo, la selección de un territorio propio, el exilio voluntario, en un mundo de goces artísticos. Como en Un ángel en mi mesa, el arte representa una posibilidad de evasión, la huida de una realidad degradada a otra, luminosa, donde la sensibilidad ejerce su superioridad sobre el resto de los apetitos humanos. En el contexto de la sociedad victoriana, esa fuga pasa necesariamente por la transgresión de los valores de la moral dominante. La heroína recibe un castigo atroz por su rebeldía (la mutilación de un dedo), pero de manera paradójica se le perdona finalmente. Cuando ella abandona la isla en compañía de su amante, su hija y su piano, la tragedia parece inminente. Nuevamente, sin embargo, se exorciza el peligro. A punto de morir, la protagonista renace en el fondo del mar y gana la superficie jubilosamente. La música espléndida de Michael Nyman subraya el carácter onírico del desenlace. Campion completa así su tercer retrato femenino.

 

Tomado de Debate feminista. Abril de 1996.