LUNES 22 DE MAYO DE 2000
Milton Nascimento mece el Zócalo a ritmo de samba
El portal del corazón
Pablo Espinosa Ť Cuando muchedumbres cantan, el indio resucita.
Masas corales se mueven cual oleaje espumeante en su propio sudor de tanto brinco y baile y tantas sonrisas de un mediodía de primavera. Canta Milton Nascimento, y lo corean en eco, melopea, contrapunto, rocas rebotando mar adentro de su propio canto, varias decenas de miles de mortales. He ahí, entonces, que suena una paráfrasis involuntaria de El paraíso perdido del otro Milton, John, pero transformado aquí, a fuerza de samba, bossa nova, jazz y mucho, hartísimo y encandilante canto popular que convocó a la lluvia del domingo en el Zócalo capitalino, en algo que sonó completamente a El paraíso recobrado.
Milton Nascimento en concierto. Entre otras cosas de un acto tan insólito como un concierto gratuito de un astro internacional en plena era de la calidad total y el capitalismo salvaje, los melómanos pudieron disfrutar de un concierto sin pirruris.
Porque la visita de este músico fundamental hubiera ocurrido como el destino manifiesto que dócilmente se ha aceptado como la única posibilidad de vida en sociedad: el predominio de la clase media, el poder adquisitivo, el foxismo disfrazado de leninismo. Así, en lugar de que los boletos se vendieran en dólares, como acontece a diario en México, pues así son tasadas las tarifas para las equivalencias de tipo de cambio, quien simplemente quiso estuvo en un concierto histórico, sin otra forma de pago que una sonrisa, un bailecito, la alegría de estar juntos sin distingo de colores, naqueces, exquisiteces, bueneces, pobreteces y demás distancias entre ustedes, la gente bonita, y nosotros, los pobres, y feos, pa'cabarla de chingar.
Milton Nascimento al alcance de la gente normal, de personas verdaderas, en un concierto donde brillaron por su ausencia el esnobismo, las poses, la insolencia del dinero -características de los neoconciertos masivos en México- y brilló por su presencia la alegría de la convivencia con música, simples y llanas ganas de hacer brincadeiras (bromas, juegos, divertimentos, en portugués) y brincar de gusto y con sazón y ritmo con una serie electrizante de canciones brasileiras que existen merced a la invención de un músico genial: Milton, que sus paisanos pronuncian deliciosamente Miuton y que hizo cantar, inclusive en portugués, a una enfebrecida multitud que lo aclamaba.
En medio de su euforia y a la mitad de una de sus innúmeras sonrisas de contento, Milton, o Miuton, o Pituka, como le dicen también sus amigos, bajó al nivel del piso, y con el suelo bajo sus pies bailó y cantó y abrazó y besó y recibió flores y sonrisas de la gente de a de veras.
De regreso en el estrado y al micrófono, rindió un informe somero y contundente de ese su virtuoso descenso al Hades: "Gracias por las flores, gracias por los besos".
Milton feliz de cantar y hacer cantar a multitudes. "Invítenme más seguido a venir a cantar con ustedes", pidió enseguida el defensor de los derechos de los indios, de los negros, de las mujeres, de la belleza, de las canciones cuyo ritmo explota entre las sienes en forma de una brisa marina perfumada de estrellas de mar, del aliento rancio que respira en los parches de tambores, del sabor salado que tiene el sudor entre los pliegues de una cintura femenina, de la suavidad de un trío de versos que pueden condensarlo todo: "si quieres ser feliz/ como me dices/ no analices, no analices".
Esos versos fueron los postreros del concierto, cantados por Milton a capella de la misma manera como la multitud había coreado, a capella, es decir sin acompañamiento instrumental, largas frases, tarareadas, vulcanizadas, enfebrecidas, gargantas desnudas brotando en forma de flores en botón y reventando las flores, los botones, las gargantas, los muslos de las mujeres, las sonrisas de los hombres, en un coro multitudinario, enardecedor, que duró los cien minutos que bastan para que Milton construya el paraíso recobrado.
Durante esos cien minutos sonaron 20 canciones brasileiras, desde los sonidos sesenteros (Paula e Bebeto, Calix Bento, Para Lennon e McCartney) hasta los prodigios más recientes (Os tambores de Minas, en el clímax del llamado de la carne sonando en los parches de tambores) con intersticios miltonianos en la más fascinante intensidad verde amarela (Cravo e canela, Nos bailes da vida, E agora rapaz) en las diferentes tesituras que domina Nascimento, en la vocación jazzera de él y de sus músicos (el bajista Luis Alves, formidable), en una epifanía donde no hizo falta el Milagre dos Peixes porque canciones como El país del fuchíbol y Aqueles olhos verdes y Más que nada y Levanta Mangueira pusieron loquitos de contento a Milton y a las decenas de miles de paradisiacos, miltonianos, angelizados, amorenados, humanizados mortales que bailaron, cantaron, sonrieron, hollaron el suelo bajo sus pies: corazón de la ciudad de México, meca de marchas y plantones, plaza pública, pueblo grandote y ahora, merced a la magia de la música de Milton, paraíso recobrado.