JUEVES 25 DE MAYO DE 2000

Aguafiestas

 

* Soledad Loaeza *

Muchos mexicanos están celebrando a los compatriotas que han pasado a la santidad, pero otros no estamos en ánimo de festejar, porque por muy buenos que fueran los anticallistas, no compensan la pérdida del tercer gran secreto de Fátima. El 13 de mayo el papa Juan Pablo II reveló el contenido de la última carta que la virgen María entregó a tres pastorcitos portugueses en 1917, cuyo contenido desconocíamos. Cuán grande fue nuestra desilusión al enterarnos de que el misterio que durante décadas nos mantuvo fuera del pecado y en el temor de Dios, era la predicción del atentado que sufrió el mismo Papa en 1981, a manos de Mehmet Ali Agca. Esperábamos algo espectacular o, por lo menos, un anuncio que nos ayudara a imaginar un futuro que día con día es más opaco. Nada de eso. Lo que vino fue una noticia vieja de casi veinte años, que habla de sacrificios de mártires a manos de ateos, que tampoco es un tema muy novedoso. El problema es que sin querer el Papa liquidó otro más de los encantamientos que han sido la clave del poder de la Iglesia sobre la imaginación y, al hacerlo, ha renunciado a uno de los sustentos de su capacidad de influencia política. ƑQuién va a responder a los llamados de una autoridad que se desprende de sus elementos mágicos, cuando su fuerza es la magia de la fe?

Admitamos que la intuición de la virgen María respecto al atentado es impresionante y hace honor a una cualidad del género. Sin embargo, la tercera revelación de Fátima fue anticlimática, pues mientras los primeros dos secretos se referían a acontecimientos de grandes dimensiones: uno ofrecía una visión del infierno, el fin de la Primera Guerra Mundial; y el segundo anunciaba una nueva guerra y era un llamamiento a la conversión de la Unión Soviética; el tercero habla de un asunto bien particular, muy importante en la vida del Papa, pero de impacto en apariencia limitado sobre la vida de la Iglesia.

Por años creímos que la tercera carta de Fátima nos daría la fecha del fin del mundo, la identidad moderna de los cuatro jinetes del apocalipsis, nos hubiéramos conformado con que nos dijera que hay vida en otros planetas. Aterrados rezábamos para que se pospusiera la apertura del sobre que contenía tan horroroso anuncio. En los años cincuenta la tercera carta entró sin dificultades al repertorio de la guerra fría de Pío XII. Ahora sabemos que este Papa ya sabía de lo que se trataba el secreto, pero nos dejó creer que contenía información relativa a la guerra nuclear con que nos amenazaban alternadamente Estados Unidos y la Unión Soviética. Tal vez Pío XII prefirió dejar a nuestra imaginación la carta --como lo hicieron otros cuatro Papas--, antes que contarnos que la hermana Lucía, la única sobreviviente de Fátima, portadora del secreto, que la virgen le había dicho que en 1981 un musulmán atacaría a un Papa polaco. A la mejor no se lo creyó o el asunto no le pareció importante. De hecho el único que podía creer semejante historia era Juan Pablo II, pero cuando se preguntó a las autoridades vaticanas por qué, si ya se sabía que iba a ocurrir el atentado, no se había hecho nada al respecto, la respuesta fue que el único que lo sabía era el Papa, pero no la policía.

Si esto es cierto, entonces resulta que Juan Pablo II es un fatalista, que estuvo dispuesto a someterse al riesgo del atentado para no dejar en mal a los pastorcitos portugueses o, en todo caso, a la virgen de Fátima. Lo que es indudable es que el Vaticano, o el Papa, quieren ajustar la carta a las intenciones políticas inmediatas: defender a los mártires de la fe que en el siglo XX fueron víctimas del totalitarismo. De esta manera Juan Pablo II cierra con broche de oro la misión que asumió al iniciar su reinado: destruir en alianza con Margaret Thatcher y Ronald Reagan el imperio del mal, veáse la Unión Soviética. El atentado que sufrió el líder supremo de los católicos del mundo sería emblemático del tipo de crímenes que cometió el Estado ateo por excelencia, en vista de que Ali Agca era un agente de los búlgaros que, a su vez, actuaban por órdenes de Moscú.

Si se lee así la tercera carta de Fátima, entonces también se comprende que de golpe y porrazo hayamos adquirido tantos santos, que en toda inocencia ahora también participan en la campaña por la Presidencia de la República. Si traducimos su mensaje en los términos de hoy, los anticallistas son antipriístas avant la lettre, que se ganaron el cielo por oponerse al ateísmo del Estado revolucionario. Algunos lo han comprendido bastante bien y ahora están dispuestos a vestir el blanquiazul de la Inmaculada Concepción para ganarse la beatificación. *