* Hermann Bellinghausen *
Hacia las escondidas
Aquí rifa la meteorología. Se trata de que el tiempo quiera o no. Si se animan a alzar vuelo, las avionetas tienen que hallarles una ventana a las nubes de la tormenta para aterrizar en la huidiza selva, suelo ignorante de las rejas topográficas que la recluyen y reservan.
Algún principio tuvo que haber en esta "chingadera", como la llamarán enseguida. Nada de generación espontánea. La evolución trabajó horas extras en estos dominios y da la impresión de no haber terminado. El sol se vierte en exceso, cuando brilla y cuando no. El verde es absoluto categórico. El agua, reina de todas las cosas. Cuando asoman estrellas los ojos no dan para contarlas, aunque bajo los árboles mayores haya parajes que nunca han visitado los rayos del sol.
1. El cielo de la mañana como que quiere aclarar.
ųCapitán, la del estribo se la toma arriba, vámonos averiguando, se hace tarde.
Asiente, toma las latas restantes del six pack y abre la escotilla con determinación.
ųPues vamos a ver qué dice la chingadera ųy apunta hacia las nubes negras que conocen de relámpagos. Y señala al viento inquieto. Total, no será la primera vez que vuele así. Otra es sólo otra. Media hora después llegamos sin novedad al camino de las escondidas.
2. Hay algo de incierto y riesgo en el suelo excesivamente blando del bosque en putrefacción constante, y más ahora que llueve. La vida se oye comenzando.
Temprano se apersona un colibrí tornasolado frente a la puerta que constituyen tres tablas ingobernables y sueltas. Con su canto echa chispas telegráficas, más en el reino del ritmo que en el templo de la melodía, a metro y medio de la cabaña.
En lugares por así decir exuberantes, la naturaleza es curiosa. Las hormigas desfilan en descarada exploración. No distinto se comportan los mosquitos, las culebras, las mariposas exageradamente grandes, las avispas diminutas, las guacamayas, las dichosas grullas, los tepezcuintles y hasta la grey doméstica de felinos, caninos, gallinos y niños.
Incisiva, la naturaleza te sale al encuentro, le despiertas un argüende inmediato y absorbente. Es fácil que se apodere de ti. Los bichos beben tu sangre para poner, usan tu piel para migrar o la luz de tus conductos para madurar. "Todos somos parásitos de todos", dicen de justificación.
A ver qué pescan, succionan o mastican. A ver si pega, y no a otra cosa vienen la chicharra, el aguililla del sur, el zopilote y los gusanos, los hongos que brotan súbitos en leños podridos al pie de las grandes perennifolias. Lo viviente atrae a las creaturas.
3. Aquí todavía la Tierra, que llaman madre, es dueña. La que nace y llueve, aborda los ríos y los decide con una transparencia que, de vidrio, duele en los ojos que no la pueden creer; o se enturbia, turbulenta, y parece lodo.
El tornasol del colibrí se obstina, verde entusiasmado y difícil de observar en su motto perpetuo. Un pájaro altísimo grita "voy, voy", y un "chibi-chibi-chibi" le responde unas cuantas eras vegetales más abajo (pero no menos plumaje). Los patos confunden voces con los sapos. Aparece otro colibrí, éste plateado, agita su inmovilidad vertiginosa y pica la teta larga de las flores color naranja del árbol que no ha sido nombrado por la ciencia pero sí por los pájaros.
Titubeo en descolgar la hamaca. El cielo no abre, no tiene por dónde atravesar la siguiente avioneta. Anochecerá, y entonces lo dejamos para mañana.
4. Un caracol enterrado en la vereda enseñaba su pezón en espiral naciente, camino al estanque con cascada y cristal movedizo donde me baño. El limo del lecho nadie lo ha hollado, parece.
Una población flotante de confusos peces se enmascara sobre las hojas secas pero húmedas al fondo, tierra desenterrada pero sumergida, piedras lavadas pero enlamadas que se derriten de tiernas. A los peces jóvenes y diminutos los recorre de punta a punta la silueta de sus espinazos, los adultos ya visten carne que transparentar. La caída de agua ahoga en su splash los cantos arriba y los rugidos que ya venían de los saraguatos y otros changos.
Doy fe.