LUNES 5 DE JUNIO DE 2000
Carta al presidente de la Suprema Corte
* Fernando González Gortázar *
Respetable doctor Genaro Góngora Pimentel, presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Consejo de la Judicatura Federal:
He solicitado a mi periódico este espacio para plantearle un asunto de carácter personal cuyas implicaciones sociales y culturales, estoy seguro, tienen alcances mucho mayores.
Verá usted: hacer arte público (arquitectura o escultura) no es fácil, ni en México ni en ningún sitio, y los que hemos dedicado la vida a realizarlo tenemos que enfrentar obstáculos infinitos, e incluso situaciones tan grotescas, paradójicas y ofensivas como la que voy a narrarle.
Hace algún tiempo, ciertos inversionistas privados me solicitaron el proyecto de los espacios externos de dos edificios contiguos que pensaban construir en el Periférico Sur. Diseñar aspectos puntuales de arquitecturas ajenas es algo que no acostumbro hacer. En este caso lo acepté porque me daba la oportunidad de realizar un trabajo de doble propósito: crear plazas y jardines para los ocupantes del inmueble y, lo central para mí, desbordar visualmente el predio y verter la obra hacia el Periférico, creando un punto y un instante de armonía, de nobleza visual y de bienestar, para la multitud de automovilistas que a diario circulan entre la fealdad, el desorden y la agresividad de esa arteria.
Así lo aceptaron felizmente mis clientes, aprobando la idea de realizar, para este último propósito, dos altas fuentes metálicas de color rojo, además de otros ámbitos de agua y de vegetación en las zonas internas de los edificios, y una suerte de basamento de piedra volcánica para los mismos, cubierto de buganvileas.
Cuando la obra estaba casi concluida, tuve una enorme alegría al enterarme de que los inmuebles habían sido adquiridos por el Consejo de la Judicatura Federal para instalar en ellos ciertas dependencias. Con ello, pensé que se garantizaría no sólo el funcionamiento de las fuentes "urbanas", sino el que las áreas íntimas estarían al alcance de un público numeroso.
Cuando mis clientes me dijeron que el consejo tenía necesidad de hacer ciertas adecuaciones a la obra, me pareció normal. Para ello, me entrevisté en tres ocasiones con funcionarios menores, los cuales me trataron no con grosería, no, sólo con la más absoluta y despótica indiferencia. Para ellos yo era un simple advenedizo sin voz ni derecho algunos.
En un espacio entre los dos edificios, habíamos plantado una docena de palmeras Raphis, grandes, ramificadas desde su base, magníficas. Al día siguiente de que tomaron posesión, los "técnicos" del consejo las hicieron trozos (literal, dolorosa y arbitrariamente) con machetes, para sustituirlas por arbolillos de una especie enteramente inadecuada por múltiples razones. Después me anunciaron con el mayor desparpajo que nunca jamás iban a poner a funcionar las altas fuentes, porque "tiraban agua" y "gastaban electricidad". En cuanto a lo primero, les hice ver que se trataba de las salpicaduras, no significativas (aunque quizá vistosas), inherentes a cualquier cascada violenta, y les sugerí una forma de evitar eso siquiera. En cuanto a lo segundo, argumenté que las fuentes eran un regalo para la ciudad, y que el mantenerlas en marcha era un acto de solidaridad y generosidad que una institución de la jerarquía del consejo podía y debía permitirse. No fui escuchado.
Debo hacerle notar, señor doctor, que todo eso sucedía en medio de airadas protestas de los vecinos --no creo que justificadas-- alarmados de que una oficina gubernamental ocupara los edificios; y esa oficina gubernamental respondió a las protestas con una actitud tan mezquina como la que refiero. Me parece inconcebible tal falta de sensibilidad.
Cediendo a la paranoia colectiva, decidieron que las plazas que habían sido concebidas abiertas hacia el Periférico Sur, debían cerrarse. Presenté entonces el proyecto de una reja que resolvía, a mi juicio, los problemas de seguridad, protegiendo al mismo tiempo los valores estéticos y urbanos del proyecto. Hace unos días, a mi regreso de un largo viaje, me encontré con que una vez más fui ignorado, y que han sido colocados unos barrotes abusivos y torpes que arruinan enteramente mi trabajo. Las fuentes han sido cercenadas de la ciudad a la que estaban dedicadas.
El que un particular u otra institución cualquiera se comportara así, me parecería grave. El que haya sido nuestro más alto organismo de impartición de justicia, al que concibo como un reducto del respeto y la conciencia, me resulta inverosímil. Los responsables del atropello sabían (porque yo se los dije) que se trata de una obra registrada ante el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Así pues, a mis derechos morales se suman los legales. Ante todo esto, y en su carácter de presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Consejo de la Judicatura Federal, doctor Góngora Pimentel, yo pido su consejo: Ƒdebo entablar una demanda contra el mayor tribunal del país? ƑQué desenlace tendría la querella judicial entre un artista cuyos derechos han sido burlados, y nuestros supremos representantes de la ley? No se trata de retórica, respetado doctor: de verdad solicito su opinión. Como en cualquier otra carta, abierta o privada, quedo en espera de su respuesta. *