JUEVES 8 DE JUNIO DE 2000

 


* Olga Harmony *

El caso de Caligari y el ostión chino

Tiene toda la razón David Olguín cuando escribe que Hugo Hiriart es un ''excéntrico" en nuestro teatro, un caso aparte dentro de la dramaturgia nacional. Todos sabemos que va creando su obra mientras dirige y alguna vez lo comparé con un niño armando un meccano, aunque el deleite infantil en él se mezcla con una enorme erudición, lo que le da la suficiente seguridad en sí mismo para hacer las citas más insólitas (lo recuerdo en una mesa redonda ante un público solemne y culto, haciendo una referencia al programa televisivo The nanny y recibiendo miradas de estudiada incomprensión). A pesar de los muchísimos años que le llevo, tuvimos las mismas lecturas infantiles y adolescentes, al parecer disfrutamos las mismas imaginarias aventuras, por lo que conocer una obra suya dentro de esta tesitura ųtiene otras, por ciertoų me produce un singular placer. Y lo mismo un domingo en su página de La Jornada Semanal escribe sobre el olvidado Douglas Fairbanks para referirse a películas, como Los hermanos corsos, que ya nadie recuerda, que una semana después lo hace acerca de Tolstoi y muestra su erudición respecto del poder de las piedras. Pienso que su enorme cultura no le ha hecho perder esa genuina curiosidad por todo de los niños, lo que lo convierte, más que en un erudito, en un sabio.

Sirva lo anterior para ubicar El caso de Caligari y el ostión chino, ese nuevo juego imaginativo a partir de la famosa película silente de Robert Wiene con que se inició el expresionismo fílmico alemán, combinada con otras citas de filmes, a veces de serie B, aunque en el programa de mano mencione a los cuatro grandes científicos del sueño fáustico, Frankenstein (ese doctor a quien muchos, creo que a excepción de Antonio Helguera, confunden con su monstruo), Mabuse, Moreau y Caligari. Lo que en la cinta de Wiene era un sombrío delirio expresionista, en la versión de Hiriart es una farsa cómica no exenta de disquisiciones filosóficas acerca del Doble y de la sobrevivencia del alma, así sea el cuerpo el que sepa que va a morir.

Esta vez Hiriart no dirigió su texto y lo confió a Antonio Castro, quien ya había dirigido para el autor la segunda versión de Camille (la primera, de José Caballero, a mi entender fue más imaginativa y completa). En una escenografía debida a Nicholas Locksmith, que reproduce y sintetiza en la primera parte el ambiente de la película y en la segunda las referencias cine ''B" al laboratorio de un ''sabio loco" típico de ese cine, Antonio Castro dirigió a sus actores con mucho acierto respecto al tono debido. Así Caligari y el Sonámbulo, aquí llamado Tomasito e incorporado por Rodrigo Murray, y Caligari, a quien interpreta Jorge Zárate, a la par que recuerdan a sus escalofriantes antecedentes fílmicos, los han convertido en personajes de farsa cómica, siempre en un tono sostenido a pesar de los juegos escénicos, como conviene a la unidimensionalidad de los personajes fársicos.

Contrasta esta actitud con la de comedia realista que usa la deliciosa Clarisa Malheiros y con el diálogo realista que los mismos actores masculinos sostienen cuando son dos exploradores perdidos en algún lugar impreciso en una escena que tendrá su explicación en el último acto. Es en la escena de los exploradores en donde encuentro un error de concepción. Esa cama, con el explorador mayor moribundo, no tiene razón de ser, en ninguno de los mundos que se nos presentan. No sólo eso, el momento de la discusión ųque el autor contempla como un adaggio, antecedido de un allegro assai y precedido de un allegro molto en la estructura de sonata con que edificó su textoų resulta difícil de aprehender para el espectador después de la graciosas escenas anteriores, y el lecho del moribundo contrae mucho la dinámica escénica; aunque sea un efecto buscado, añadir rareza, como la de la cama, a la que tiene el momento mismo dentro del diseño del texto no es un recurso muy logrado.

El final de la obra, con su ludismo basado en algo tan serio como la rueda del Sámsara de las religiones indostánicas, que es ese vivir en el mundo, de reencarnación en reencarnación, hasta lograr la liberación; el final, repito, está muy logrado por el director y los tres excelentes actores con que cuenta. El extraño ''ostión" diseñado por Hugo Gutiérrez, la buena iluminación de Víctor Zapatero, el excelente vestuario diseñado por Marisa Meza y Martín López Brie, así como la música de Manuel Rocha Iturbide, Eric Lacsa. Jean Francais y Bernard Herrmann apoyan la escenificación de este nuevo texto de Hugo Hiriart.