JUEVES 8 DE JUNIO DE 2000
Elefantes blancos
* Soledad Loaeza *
Durante casi tres décadas la construcción de la grandiosa Cámara de Diputados que inició Porfirio Díaz estuvo inconclusa. Antes de convertirse en el horrible Monumento de la Revolución que es hoy, la estructura inacabada parecía la carcasa de un animal prehistórico, óseo testimonio de la irrelevancia del Poder Legislativo, aunque estuviera en el corazón de la ciudad. Un auténtico elefante blanco, como los muchos que después construyó un presidente tras otro: obras faraónicas que no sirven para nada, y que como no se utilizan al cabo de un tiempo son solamente ruinas y testimonio de dispendio. Pensemos en los ineficientes graneros cónicos que todavía adornan el estado de México.
Ahora Andrés Manuel López Obrador y Vicente Fox nos han ofrecido sus propios elefantes blancos: el IEE, el IFE y la Cámara de Diputados. Cuando López Obrador afirma que en los comicios próximos él atenderá el dictamen del pueblo y que no le importa el de las autoridades electorales está condenando al Instituto Electoral del DF a la irrelevancia, al igual que lo hace Fox cada vez que anuncia que ya ganó. Esta estrategia está destinada a asegurarse el triunfo en la cabeza de la gente antes de la votación, de las urnas, del conteo y de la calificación de la elección por parte del Tribunal Electoral, de manera que si los resultados le son adversos, a ojos de muchos parecerán increíbles porque se habrán acostumbrado a las imágenes triunfadoras de Fox. Muy poco tendrán que decir el IFE --sobre todo si no lo dice desde ahora-- y el Tribunal Electoral estará bajo una poderosa e intimidante presión por parte de foxistas incrédulos, cuyas pasiones ya están desbordadas desde antes de la elección, como han podido comprobarlo varios editorialistas.
López Obrador y Fox hablan mucho de pobreza, pero les importa muy poco el bolsillo de los causantes que hemos estado pagando por años el aparato electoral más caro del mundo con los funcionarios mejor pagados del mundo. Seguramente se lo merecen, pero por esa misma razón no podemos hacer a un lado su trabajo como si no sirviera para nada. López Obrador y Fox nos vienen a decir ahora que el enorme presupuesto que se ha gastado y se sigue gastando para asegurar elecciones limpias y equitativas resulta innecesario, porque de todas formas para uno el pueblo tiene la palabra, igualito que en los linchamientos; y para Fox, los resultados de la elección son un hecho. Lo único que le falta es decir que hasta los comicios salen sobrando porque él ya sabe que es el elegido. De haber sabido antes que las autoridades electorales no cuentan en los planes de estos candidatos nos hubiéramos podido ahorrar mucho dinero.
Mucho se dice que la clave de la democracia mexicana es la alternancia y se ha hecho del PRI el blanco de toda la furia política con que se pretende construir un país diferente. Sin embargo, cuando se revisa la historia de los abusos del poder en México lo que sobresale es la Presidencia de la República, no el partido del que se servía para controlar la participación o para organizarle desfiles y manifestaciones de apoyo. Cuando se trata de medir la influencia real del PRI en las políticas gubernamentales el resultado es descorazonador para los priístas. Nadie más ajeno que ellos a las decisiones de política económica, exterior, de seguridad o cualquier otra. En cambio es muy larga la lista de decisiones estrictamente presidenciales. Algunos botoncitos: todas las reformas electorales desde 1946 hasta 1990, la expropiación de tierras en Sonora y Sinaloa en 1976, la expropiación bancaria en 1982. En esta historia, si acaso el PRI ha sido algo, es un elefante gris.
Es curioso que López Obrador y Fox, ambos prometan acabar con el PRI, pero no digan nada del presidencialismo que se ha ejercido sin reglas ni instituciones que lo limiten. Los dos candidatos evocan un ejercicio personalizado del poder que se parece mucho al que hemos estado sometidos desde antes de la Revolución. Si hacemos las cuentas desde esta perspectiva, México ha vivido no setenta años, sino más de un siglo de antidemocracia presidencialista en la que los jefes del Ejecutivo aplicaron la ley a su antojo, porque no les interesaba más "que lo que diga el pueblo" y como ellos lo interpretaban, y trataban la Constitución, el Poder Legislativo y cualquier institución como si fueran enormes elefantes blancos que no servían ni de adorno. *