Ť Una magia modesta Ť

Ť Adolfo Bioy Casares Ť

Adolfo Bioy Casares muere en Buenos Aires el 8 de marzo de 1999. A los once años, en 1925, escribe su primera novela, Iris y Margarita. A los 14 realiza Vanidad o Una aventura terrorífica, largo cuento que prefigura su tendencia a los géneros fantástico y policial. Para 1940, ya un escritor profesional, da a conocer la obra que cimentaría su bien ganada fama, La invención de Morel. Posteriormente refrenda el buen recibimiento de la novela con trabajos como El sueño de los héroes y Diario de la guerra del cerdo. Ahora, a poco más de un año de que falleciera, Océano da a conocer el libro de relatos de título Una magia modesta, del cual ofrecemos a los lectores un adelanto cortesía de esa casa editorial

Un amigo insólito

En los años de la crisis yo era muy joven, estaba muy pobre y buscaba trabajo. Nunca olvidaré la mañana en la que leí en el diario un aviso por el que se pedía un casero para un edificio desocupado. Los interesados debían concurrir a una oficina del octavo piso de una casa de la Avenida de Mayo.

Recuerdo que mi visita a esa oficina duró menos de cinco minutos. Por in-creíble que parezca, sin pedirme certificados de trabajo ni recomendaciones, me contrataron. En seguida me condujeron al palier. Mientras esperábamos el ascensor me presentaron al ordenanza que al día siguiente me acompañó al edificio en cuestión.

portada1-jpg Me bastó con ver el edificio para saber por qué cerraron trato conmigo tan apresuradamente: era el Palacio de las Aguilas, casa famosa por ser la única en Buenos Aires habitada por fantasmas. Me dije que la intención de los señores de la Avenida de Mayo fue hacerme caer en una trampa; es claro que ellos no podían saber que yo no creía en fantasmas y que por mi pobreza hubiera aceptado trabajos realmente peligrosos.

En el caserón de la Avenida Vértiz me hallé tan a gusto que mi sola preocupación fue que un día llegara gente con intenciones de comprarlo o alquilarlo. Para espantar a esos indeseables concebí un plan bastante pueril. Con una sábana, que guardé expresamente en mi cuarto, los recibiría disfrazado de fantasma.

Es quizá necesario aclarar que todas las mañanas, a las once, llama a mi puerta un viejo verdulero que recorre el barrio con un carrito tirado por un caballo más viejo que su dueño. Por esa razón, los otros días, cuando a las once sonó el timbre, abrí confiadamente la puerta.

No haberlo hecho. Me encontré con una pareja de viejos babosos que venían a ver la casa con la intención de comprarla. Entonces sucedió algo inesperado. No sé qué me incitó a volverme, pero lo cierto es que atónito vi cómo, desde el fondo de la casa, avanzaba hacia los recién llegados un blanquísimo fantasma. A un tiempo huyeron los posibles compradores y yo pensé, con disgusto, que en algún cuarto del caserón había estado oculto un desconocido. Oí entonces una carcajada y una apagada voz que me decía:

-Nosotros dos en esta casa lo pasamos bien. Usted no me molesta y yo no lo molesto. Confíe en mí: haré cuanto pueda para que no entre nadie.

Mientras el interlocutor se alejaba, me asomé a mi cuarto. Lo primero que vi fue la sábana blanca.

La cara de una mujer

Soy un experto en cafés. Todo pretexto es bueno para que yo aclare, a quien quiera oírme, en qué ciudades hay cafés y en qué ciudades, para disgusto de gente como yo, no los hay. De modo que no es extraño que, encontrándome en el desolado paraje conocido como Punta Blanca, haya entablado relación amistosa con el sujeto que atiende el café del lugar. Ese individuo, el propio patrón en persona, me refirió la historia que en seguida paso a contarles.

Punta Blanca, minúsculo poblado en que acaba una pista de esquí, consiste en un corto número de casas de madera: las de cuatro o cinco pobladores del lugar; el café, donde el esquiador retempla su cuerpo; la estación terminal del alambre carril, adonde se llega desde la cima y de donde se parte hacia ella.

Una tarde en que yo estaba en el café con mis dos mejores amigos, Joaquín Moreno padre y Joaquín Moreno hijo, pregunté al patrón adónde iría a parar el esquiador que, sin desviarse a la izquierda, hacia Punta Blanca, siguiera por la derecha al descenso.

El patrón, que es el más viejo poblador del lugar, dijo:

-Si nos atenemos a la cartografía, hay una serie de pendientes que, por último, desembocan en un lago tan profundo como el de los Horcones.

Joaquín Moreno padre exclamó:

-Hijo mío, espero que nunca te aventures por ahí.

-No te preocupes -respondió el hijo. Por lo demás no entiendo por qué tiene mala fama esa pendiente.

En este caso el amor paternal vio claro. Joaquín Moreno hijo un día se largó con sus esquís por la pendiente peligrosa. Diríase que desapareció; se lo dio por muerto. Cuando por fin volvió a Punta Blanca, esto es lo que habría contado:

En cada una de las pendientes aumentaba la velocidad del descenso; con la esperanza de no precipitarse en el lago que había allá abajo, procuró mantener el sesgo hacia la derecha. Llegó así a una planicie y, en seguida, a una inesperada ciudad, donde lo capturaron guardias que hablaban un idioma desconocido. Sin escuchar sus protestas, que parecían no entender, lo condujeron a un tribunal, donde un juez lo recibió amablemente. Muy pronto, sin embargo, ordenó con ademanes furiosos que se lo llevaran. Lo encarcelaron. La celda que le tocó estaba en un lugar supervisado por una mujer policía, cuyo nombre sonaba como Brunilda o algo así. Desde los primeros momentos la consideró estricta pero justa.

No es frecuente, pero tampoco del todo inusitado, que entre el preso y el carcelero se establezca una suerte de amistad. Las dificultades de entenderse, el intento de cada uno de enseñar al otro el nombre que en su idioma tenían las cosas, no irritaba a la tal Brunilda ni a Joaquín Moreno; los divertía. Acaso la explicación de todo esto es que estaban destinados a quererse. Tanto es así que llegó el día en que Brunilda urdió un plan para que Joaquín Moreno huyese de la cárcel y de la ciudad; de suerte que una madrugada el patrón del café de Punta Blanca abrió la puerta a Joaquín Moreno, que llegaba exhausto de tanto escalar y muy hambriento.

Mientras el recién llegado desayunaba, el patrón llamó a Joaquín Moreno padre. No tardó en llegar el viejo y en abrazar por fin a su hijo que estaba tan emocionado como él.

Duró poco la felicidad. El hijo, con los ojos cerrados o abiertos, veía la cara de esa Brunilda. Pronto se convenció de que no quería vivir sin ella. Para ir a su encuentro calzó los esquís y se lanzó abajo por la pendiente que lo llevaría a la ciudad donde lo habían encarcelado.