Hermann Bellinghausen
Una escapada a las escondidas
Antes del fin de la subida ya se presupone la bajada al otro lado de la loma, y a la bajada tendida se le estampan enfrente la subida que sigue y la punta de la nueva loma. Las bestias bufan, creo que prefieren las subidas a las bajadas, así son las mulas, se hacen las forzudas. A los caballos, lo que les da al bajar es miedo, son muy espantadizos en las pendientes empinadas.
En lodo es negro y espeso, y con nuestros pasos lo machacamos y lo batimos, salpicándonos entre nosotros, pero tranquilos, falta poco para La Rodilla.
El camino se hace largo, llevamos los perros por delante, y a la menor extrañeza nos dan aviso. Son tiempos de bandidos, hay que andarse con cuidado.
***
La Rodilla se alza a mitad del lago del mismo nombre. Nadar a ella es la mejor manera de aprovechar el baño. A eso me dispongo, desabotono y quito la ropa superflua, acomodo mis bultos en un solo nudo, doy mi espalda a la expedición de botánicos, ambientaleros, entomólogos, topógrafos y guías, y suspendo estas anotaciones para echarme un clavado.
***
Nadé un buen rato, soy lento y el agua estaba fría primero. Ya luego unas corrientes tibias me sostuvieron un rato, tritón varado en un descanso. Reanudé mi nado, con la fuerza precisa.
A la distancia, La Rodilla parece pura piedra, en la forma de una pierna flexionada que sale y sugiere la presencia de un cuerpo bajo el agua, inmóvil y eterno. Cuando uno se aproxima, las floraciones y crecimientos verdes, grises y rojos revelan su consistencia viva de tierra blanda. No hay caso en intentar treparla por ese lado. Hay que rodearla.
A la distancia, también, uno se la figura más pequeña, no tan ancha. Empezaba a sentir cansancio, pero el imán de La Rodilla crea un limbo circundante que siempre ayuda, si uno se aproxima lo suficiente, sin pegarse mucho para no atorarse en sus ramas inundadas.
Una pequeña extensión de arena abre el recodo de las escondidas, en una playa que desde el margen donde se detienen las expediciones científicas, los ecoturistas y los arrieros es invisible, y está bien que así sea. Si uno corre con suerte, se encuentra con las pobladoras de La Rodilla, que habrán salido a recolectar lotos y peces en sus pequeñas balsas y se habrán tirado al lago a cantarse a sí mismas, vestidas sólo del agua que las moja.
Viven allí solas, es decir sin hombres, pero eso no es raro, porque no son personas. Su canto no lo usan ni para atrapar a las moscas, simplemente lo emiten, como cualquier especie viva que no sea humana.
Cuando terminé mi rodeo y agarré una saliente de roca, exhausto sin saberlo las pobladoras me vieron, o habrán sentido las ondulaciones de mi pataleo. Son curiosas, como los gatos, así que se aproximaron y me rodearon, sus grandes ojos a ras del agua y la boca de su voz sumergida en el velo transparente. Nadaron otro poco y me adhirieron los lamidos de las exquisitas ventosas de sus lenguas.
Acomodado en las rocas arenosas de La Rodilla, al cobijo de una fronda, debí de dormirme en exceso. No supe cuánto. Alcé los párpados cuando atardecía. Me desaturdí frotándome las orejas, y al agua patos nuevamente, de regreso.
Las pobladoras habían regresado a las cuevas de la playa donde se hacen las escondidas, y ponían a secar pescados y a calentar los lotos. Allí no hay muchos ruidos que digamos. Estaba lejos pero alcancé a oír sus cantos.
Llegué de noche a la orilla. La gente de la expedición está dormida. Amarraron las bestias, no sea que se ahoguen con crecidas como las de esta noche de luna. Roncan los perros y uno de los botánicos. Creo que también voy a dormir, mañana retomamos el camino de subidas y bajadas que conduce a un santuario escasamente estudiado.