Desesperanza de damnificados en la búsqueda de ayuda
En Chalco, temor al olvido
María Rivera * En Chalco no hay lágrimas, sólo desamparo. La madrugada del primero de junio el desbordamiento del canal de aguas negras La Compañía provocó que se inundaran sus hogares. Abandonaron sus casas por azoteas y ventanas para salvarse.
Hace apenas dos días, una vez removido el lodo, pudieron regresar. Pero sólo para darse cuenta que lo han perdido todo. Colchones, mesas, estufas, ropa, zapatos y juguetes, el patrimonio de una vida, ahora se amontonan en las calles a la espera de los camiones de la basura.
No hay protestas. No hay dolor manifiesto. No hay esperanza. Sólo la conciencia de que nada se puede cambiar y todo está acabado. Así que con ese sentido común que da la pobreza de siempre, con agua y jabón tratan de recomponer su mundo.
Aquí todo parece llevarse a cabo bajo un guión escrito hace mucho tiempo. Tal vez ni siquiera ellos sepan cuándo tuvieron que aprender a sobrevivir en las orillas, lejos de los servicios, pero cerca de los peligros.
Uno a uno relatan que en el desbordamiento poco tuvo que ver la lluvia: "Si ese día ni siquiera llovió tanto". En cambio, todos cuentan que el canal estaba fracturado, que ellos lo habían denunciado, pero que nadie les hizo caso.
Por eso se ríen de los funcionarios que los responsabilizan de construir sus casas en zonas de alto riesgo: "Es la necesidad. ƑUsted cree que viviríamos aquí si tuviéramos dinero? šComo si pudiéramos hacer otra cosa!".
Pero junto al Chalco del abandono, que habla de los habitantes "del Distrito" como pobladores de otra galaxia; el que cuenta con sólo unas cuantas calles pavimentadas; el de familias hacinadas en cuartos de tres por tres metros a 400 pesos de renta; el de las caras infantiles manchadas por la desnutrición; el de las innumerables denuncias ignoradas, hoy se pasea todo funcionario del área social que se respete, sea del ámbito municipal, estatal o federal. No falta nadie.
Y siempre parecen dispuestos a declarar ante los innumerables medios de comunicación que se han dado cita en la zona, que la ayuda que reciben los afectados es una muestra de oportuna intervención estatal y no el clásico pozo tapado después del niño ahogado.
La gente de aquí ha oído demasiadas promesas y no cree en nadie más que en sus vecinos, que los alertaron a gritos aquella madrugada; en sus familiares, que los han recibido en sus casas, y "en laProvidencia", que los acompañó mientras esperaban ser rescatados.
Pero eso no impide que después de la desgracia, cuando surge la voz de aquel señor que camina con aire de mando por la calle, podría ser el representante del gobernador mexiquense, lo rodeen grupos de mujeres para pedirle ayuda. Todas tratan de llevarlo a sus casas para que vea los estragos de la inundación: "No vaya a ser que ahora sí nos apoyen".
Pero el hombre de ropa casual, pero distinguida, sigue con su paso decidido hasta encontrar a otro hombre de ropa igual, a quien presta toda su atención. Eso no desanima a las señoras, y en cuanto escuchan el rumor de que aquel otro que aparece por la esquina es de la Sedeso y está evaluando las pérdidas, recomponen el ánimo, y vuelven al ataque.
Tal vez por eso, cuando aparece ante sus casas alguien que quiere escucharlas, ponen ladrillos para formar veredas, tienden tablas a manera de puentes, y ofrecen la mano, pero no pierden la oportunidad de mostrar su indefensión. Necesitan un testigo de su tragedia.
Sólo que ya adentro de su casa permanecen en silencio. Para ellas todo resulta evidente.
Días atrás, en aquella esquina estaba la estufa adquirida con las largas jornadas de trabajo en una cremería. Más allá estaba "el sonido" comprado en abonos, y del que deben todavía dos pagos, y en el centro, la tele donde veían historias en las que las mujeres tienen parejas que las acompañan, no como ellas, que ni siquiera han recibido un mensaje de consuelo del marido que trabaja "en el norte".
Ahora nada de eso queda, sólo unos cuantos cacharros viejos, alguna prenda humedecida y un penetrante olor a lodo y mierda.
Balbina Salcedo tiene 29 años y tres hijos. Con el salario de 400 pesos semanales que gana en una tienda de abarrotes, y lo que de vez en cuando le manda su marido que trabaja como albañil en la frontera, había amueblado su cuarto de la colonia San Isidro.
Tenía todo, recuerda. Todo lo que cabe en la imaginación de alguien que ha nacido y crecido en Valle de Chalco: estufa, refrigerador, "sonido", televisión, dos camas, un ropero. "En doce años de juntada ya tenía todos mis muebles. Tanto trabajo para hacerse uno de sus cosas para nada; ya ve, šaquí quedó todo!".
Sus hijas la esperan en el albergue donde se están quedando momentáneamente. ƑDespués? No, no sabe qué hará. Lo dice con un tono amargo y decepcionado, y sigue tallando sus cosas, como quien desea borrar preguntas sin sentido.
Hipólita Padilla vive en la lateral de la autopista MéxicoųPuebla, la parte más afectada de Valle de Chalco.
De aquella madrugada sólo recuerda los gritos de los vecinos de que ahí venía el agua, y que tomó a sus dos hijos --de dos y tres años-- y salió corriendo a resguardarse en un puente peatonal.
También ella perdió lo que tenía: su colchón y sus cuatro sillas que recién había comprado. Todo el patrimonio que había podido reunir con los 200 pesos semanales que gana atendiendo una papelería en el mercado Carlos Salinas de Gortari.
Muestra las piernas ampolladas, resultado de haber dormido la última semana en el enlodado cuarto por el que paga 150 pesos mensuales. No quiere dejar su casa, ahí se siente menos indefensa.
Cuenta que lleva todos los días a sus hijos a comer al albergue del salón Josefina porque también perdió entre el lodazal su parrilla eléctrica y sus trastos.
Todos los días Concepción Benítez lleva comida a su marido en la calle Norte 17 de la colonia San Isidro. Ahí, en el techo de un negocio, Florentino Leal resguarda, junto con un grupo de amigos, las posesiones que pudieron rescatar: un refrigerador y una grabadora. El pillaje, explica, podría dejarlo hasta sin eso.
Concepción, quien se ha ido a vivir con sus dos niños a la casa de su madre, en Neza, recuerda que en los primeros días de la inundación llevaba la comida de su esposo en una lanchita y nunca lo dejó solo. No tiene idea de lo que sigue, como tampoco parece saberlo el grupo de hombres que come y ríe en la improvisada carpa, y que luce poco dispuesto a poner los pies en tierra firme.
En la calle División del Norte un grupo de afectados por las inundaciones se reúne alrededor de un visitador de Sedesol.
El hombre pide que nombren una comisión de representantes ante las autoridades, y se aparta para que realicen la improvisada elección.
Las mujeres mayores ųdoña Agueda y doña Iraís-- de entrada toman la palabra. Saben lo que hay que hacer. La cuantía de las pérdidas. Lo que se debe pedir. La firmeza necesaria para conseguir algo. Tienen un liderazgo natural sobre el resto de los presentes. Sólo que a la hora de decidir los nombres de los representantes deciden que los negociadores deben ser hombres. El resto de las mujeres lo da por descontado.
Así, tres titubeantes representantes del sexo masculino son elegidos por una mayoría de mujeres para tramitar los apoyos de Sedesol.
El mérito de uno de ellos "es que tiene carro para movilizarse". En un contexto donde la gente piensa y repiensa antes de gastar los 6 pesos del microbús hasta el Distrito Federal, eso quiere decir mucho.
Para la mayoría de los chalquenses, con todo y todo, lo peor está todavía por venir.
Y ese momento llegará cuando los funcionarios los regresen al olvido. Cuando los medios de comunicación pasen a la siguiente tragedia. Cuando los albergues dejen de ofrecer "tortitas de papa, arroz y frijoles". Cuando llegue la realidad, la de siempre, la de sálvese quien pueda.
Sólo que ahora, alerta el doctor José Rodríguez, que tiene su consultorio médico en la zona inundada, se incrementarán las enfermedades gastrointestinales y de las vías respiratorias por los residuos de las aguas negras.
El negro panorama de siempre, nada más que corregido y aumentado.