La Jornada lunes 12 de junio de 2000

José Cueli
Ese toro

El de Adolfo Martín toro fue un Barrabás que puso la carne en el asador y la emoción en el ruedo de la plaza de Las Ventas de Madrid. Corría a galope y volaba corneando al viento. En la mirada llevaba un presagio de muerte. Con acentos broncos mugía y llamaba a las vacas de la ganadería. Doblegaba en sus embestidas a los burladeros y sacudía los tablones que se salían de sus goznes. Rasgaba capotes y fácil empujaba a los caballos hasta en cuatro ocasiones. A su furia nadie acertaba a plantarle cara. Nada se oponía a su asesino empuje. La gente, los cabales, no nos lo creíamos, un toro pegajoso, difícil, pero noble en la plaza madrileña. Algo que no se había visto en la feria isidril.

En silencio se quedó la ganadería y una vaca espera oír entre los caminos, su sonoro mugido. Mientras, duerme y canta la solea torera al bravísimo toro, huracán de embestidas aprendidas entre los olivares y los pinos y las piedras. Su presencia aparentemente inofensiva se volvió de muerte en el ruedo encantado. Oscar Higares su matador se encontró con un huracán que lo sacó de madre, de padre y por poco de la plaza, al darle un llegue.

šAy ese torito! Hilando se fue tejiendo un capote, en espera de unas verónicas y una media, que lo acariciaron en meceo flamenco que nunca llegó, no podía llegar. En la plaza resonaba perdida la amenaza del canto bravío de un torillo con lo que hay que tener; la muerte enlazada a la belleza por la amenazante casta en mirada, piel, barbas y latidos arteriales que hablaban de su emoción torera.

El toro de Adolfo Martín que llegó en buena hora no fue con el enhorabuena de los cabales. Su encastada y noble embestida, disparadora de cornadas y buscadora de meceo acometía a cualquier movimiento. Un concierto torista ejecutado en la tarde desapacible y nebulosa. Orgulloso con sus pitones, a las nubes querían alcanzar igual que a las cuadrillas paralizadas. Con acentos broncos espantó a todos, menos a esa vaca que lo espera en sueño voluptuoso, complacida, a recibir la caricia de esos pitones, lo mismo fieros que tiernos; asesinos que bailadores; mortíferos que bellos, que no tuvo una muleta dominadora que lo doblegara, a cambio le plantó la cara, se la jugó en serio en plan de valiente. Antes había hecho una torera faena, valerosa también y lo despachó de una estocada a volapié que le valió la oreja. El toro de encastada nobleza, que planeaba "el torito de la ilusión" galopando, mereció la vuelta al ruedo y ser el toro de la feria madrileña de San Isidro.