Sergio Ramírez
A la sombra del patíbulo en flor
Los huesos del conquistador de Nicaragua Francisco Hernández de Córdoba, recién encontrados en un sepulcro del altar mayor de la iglesia de la Merced, en las ruinas de León viejo, han sido paseados en una cureña bajo escolta de una guardia de cadetes por las calles de León y Granada, las ciudades que fundó cinco siglos atrás, en 1524. Y las honras fúnebres han concluido con una solemne misa de réquiem oficiada por el cardenal Obando y Bravo en la catedral de Managua.
Buscados afanosamente estos restos por años, el trabajo de los arqueólogos se facilitó esta vez porque en el sepulcro con que dieron gracias al trabajo de las picas, faltaba el cráneo entre los pocos huesos. Hernández de Córdoba, cuyo nombre lleva la moneda nacional, fue decapitado el 15 de junio de 1526 en la plaza mayor de León bajo el cargo de traición, por sentencia de Pedrarias Dávila, el omnímodo primer gobernador de Nicaragua.
De modo que la historia de Nicaragua comienza con una decapitación por venganza política, porque a Pedrarias Dávila, dueño absoluto del poder sobre un reino que en su ambición creía más rico de lo que realmente era, le estorbaba que le hicieran sombra, y que sus lugartenientes ganaran más fama que él, por inteligencia o por hazañas.
Y esa historia nuestra comienza, también, con alguien que asume el poder como si fuera para siempre. Un vicio recurrente desde entonces. En Pedrarias Dávila campea sin tregua la idea, en todo el maligno fulgor de su desmesura, de que no habrá de dejar de mandar nunca, y que habrá de cerrar el puño para golpear a sus enemigos por siempre, o abrirlo por siempre para repartir los dones del agradecimiento a la incondicionalidad y a las zalamerías. Fue el fundador de un país incubado en la oscuridad de la intolerancia.
Pedrarias se acercaba ya al siglo de vida, estaba medio ciego y tullido, por lo que tenía que ser cargado en una silla de mano cuando iba a misa, y debía ser auxiliado por sus edecanes para asistir al retrete. Pero no quitaba oído a las músicas del poder en las que se embriaga, por muy discordantes que fueran.
Se hacía, además, cantar cada año una misa de difunto mientras yacía sobre un catafalco en el altar mayor. Ensayo con mortaja, de una puesta en escena que no quería. Pero cuando al fin murió, fue enterrado al lado de su lugarteniente decapitado, para asombro seguramente de sus propios huesos, que los arqueólogos siguen buscando.
Había acumulado hasta entonces una de las fortunas más grandes de que era dueño un capitán de conquistadores en la tierra firme, latifundios y poblaciones de indios herrados con su fierro, minas, bosques, ganados, sobre todo cerdos importados desde la península ibérica. Y en ese saber hacerse rico mandando, sus imitadores han sido constantes a la fecha, sobre todo de los Somoza en adelante.
Hizo decapitar a su lugarteniente Hernández de Córdoba sin miramientos, a pesar de que eran socios. En septiembre de 1523 habían firmado en Panamá, junto con otros accionistas, el Contrato de Compañía para la Conquista de Nicaragua, un negocio mercantil en el que Hernández de Córdoba asumió el papel de socio industrial, a la cabeza de la expedición en que iban otros capitanes no menos esforzados: Hernando de Soto, más tarde descubridor del Mississipi, y Sebastián de Benalcázar, conquistador de Quito bajo las órdenes de Pizarro.
Muy cumplidamente, Hernández de Córdoba trabajó por el éxito de la empresa. En 1524, dos años antes de su ejecución, envió el primer barco cargado de indios a Panamá, con lo que empezó el tráfico de esclavos destinados a Perú, un negocio lucrativo que Pedrarias Dávila quiso en su codicia sólo para sí mismo, y que terminó por despoblar de habitantes a Nicaragua.
La historia de Nicaragua, ya ven, sigue discurriendo como empezó. Y mientras los huesos de Hernández de Córdoba son paseados ante la mirada sorprendida de la población curiosa que se amotina en las aceras para ver la extraña procesión, sabemos que los mecanismos del poder, tal como fueron estrenados entonces, siguen trabajando de la misma manera, y hacen rodar siempre, sobre la tarima ensangrentada, las cabezas de quienes rompen con la disciplina de la obediencia absoluta.
El poder total que no perdona del todo, o premia del todo, que persigue a los díscolos, o esconde bajo su manto a los transgresores, según sean juzgados desleales, o sumisos. El poder erigido con base en los fraudes, los negocios ilícitos, el acaparamiento de tierras y de ganados, cerdos o vacas, la mano metida hasta el fondo en la caja de caudales del erario público llena de dólares, o de córdobas, los billetes adornados con la efigie del conquistador decapitado.
Pero el poder compartido, erigido con base en los pactos de repartición de poder, que permite usar el alfanje para cortar cabezas a diestra, o a siniestra, según se presente el enemigo, para satisfacción y tranquilidad de los propios aliados, como ocurre hoy en día en Nicaragua, es ya una mejoría genética del pie de cría político que representa Pedrarias Dávila. Sus alumnos, se vuelven aventajados.
Esta es la atmósfera en que el gobierno de Nicaragua se presenta a la Conferencia de Países Donantes de Washington, en demanda de más ayuda y de más favores a la comunidad internacional, al tiempo que ruedan las cabezas de unos, y se esconde el cuerpo del delito de otros. Allá estarán juntos, los representantes del gobierno liberal y del FSLN.
Mientras tanto, el conquistador sin cabeza es paseado por las calles en su urna funeraria, entre un fúnebre redoblar de tambores, todo para que recordemos cómo sigue siendo el país en que nacimos, no importa que pasen los siglos.
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