Ugo Pipitone
La reunión de Maguncia
Cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, el canciller alemán Adenauer percibió que no estaban maduras las condiciones para su proyecto de unificación política europea, decidió seguir la corriente de una integración económica que con el tiempo podría desembocar en la construcción de un sujeto político supranacional. En sus memorias escribe que habría sido una tontería perder una oportunidad real de avance por el hecho de que no era posible pasar de inmediato al objetivo de mayor envergadura.
Dejemos a un lado la obvia sabiduría de un viejo canciller que sabía jerarquizar sus objetivos, una tarea no siempre sencilla para los políticos extraviados en sus propios laberintos ideológicos. El hecho sustantivo es que el proceso de integración europea ha marchado más por el lado de la economía que de la política. Pero llega fatalmente el momento en que las tareas incumplidas se acumulan hasta imponerse a la atención de aquellos que las habían postergado. Uno de los aspectos de la actualidad europea es justamente este: el retorno de la política en el centro del escenario.
Políticas son, inevitablemente, las decisiones sobre la ampliación de la Unión Europea (UE) -que podrían llevar el número de los miembros de los actuales 15 a 27 o 28 en poco tiempo más- y sobre su reorganización para dar cabida a ese encadenamiento de países que van desde Estonia, en el mar Báltico, a Bulgaria, en el mar Negro. De aquí la importancia de la recién concluida reunión bilateral de Francia y Alemania en Maguncia. Anotemos que, como siempre, en momentos de definición del rumbo de la Unión, estos dos países adquieren una indiscutible centralidad. El primero por su protagonismo político; el segundo por su peso económico. Francia y Alemania representan de alguna manera las dos almas y los dos ejes de la construcción europea.
Los temas objeto de discusión en Maguncia fueron varios: desde el número de representantes nacionales en la Comisión Europea hasta los votos correspondientes a cada país en el ámbito del Consejo de la Unión (máximo órgano decisional de la UE); desde la progresiva reducción de los temas que requieren votación unánime en el Consejo hasta la posible creación de un órgano político capaz de flanquear al Banco Central Europeo (BCE) y condicionar sus decisiones en temas monetarios.
Esta última cuestión seguirá abierta por un tiempo entre las presiones contrastantes de los dos países. En efecto, Francia favorece algún tipo de control político de la estrategia monetaria del BCE, mientras Alemania, siguiendo la tradición del Bundesbank, desea una independencia absoluta de las autoridades monetarias, de tal manera que el prestigio del euro se construya sobre una férrea voluntad de control de la inflación como eje central de la política monetaria europea.
Pero la voluntad política francesa no se limita al nuevo diseño de las instituciones de la UE y al problema del control gubernamental de la estrategia monetaria europea. Hay otro aspecto que en el inmediato futuro podría revelarse incluso de mayor importancia.
Es suficiente una rápida mirada al mapa para percibir un peligro muy serio en el proceso de ampliación de la UE. Si en la actualidad el único hueco en la continuidad territorial de la UE es representado por Suiza (además del "vacío exterior" de Noruega), una vez concluida la actual fase de ampliación, se crearía una discontinuidad territorial mucho más inquietante, compuesta conjuntamente por Eslovenia, Croacia, Bosnia, Serbia, Albania y Macedonia. Una isla de agudas tensiones políticas y de escaso dinamismo económico incrustada en el corazón centroriental de la UE.
De ahí la propuesta francesa de una reunión de países balcánicos con la UE antes de fin de año. Encerrar dentro de ésta un área caracterizada por tentaciones autoritarias, conflictos étnicos y estancamiento económico podría ser un riesgo excesivo para el proyecto posnacional más importante del mundo actual. A Francia, el mérito de impulsar la necesaria participación europea en el proceso de pacificación y democratización de los Balcanes. Una Europa que mantuviera en su territorio expandido al Oriente unos países balcánicos permanentemente al borde del conflicto, implicaría graves riesgos de contagio además de ser un constante (y humillante) recordatorio de la dependencia militar europea de Estados Unidos en el frente de su propia seguridad interna.