MIERCOLES 14 DE JUNIO DE 2000

Ť Pantalla total Ť

Ť Jean Baudrillard Ť

El fenómeno mediático ha devenido lugar común en la cultura contemporánea. La manipulación informativa atañe igualmente a los procesos políticos, históricos, inclusive los electorales. Acerca del ''montaje propagandístico de los acontecimientos" y de los temas inquietantes del aquí y ahora, Jean Baudrillard despliega su pensamiento -uno de los más trascendentes y polémicos hoy día en el planeta- en su nuevo libro, Pantalla total, del cual ofrecemos un adelanto para nuestros lectores, merced a la generosidad de editorial Anagrama.

Vídeo, pantalla interactiva, multimedia, Internet, realidad virtual: la interactividad nos amenaza por todos lados. Lo que estaba separado se ha confundido en todas partes, y en todas partes se ha abolido la distancia: entre los sexos, entre los polos opuestos, entre el escenario y la sala, entre los protagonistas y la acción, entre el sujeto y el objeto, entre lo real y su doble. Y esta confusión de los términos, esta colisión de los polos hacen que en ningún sitio exista ya un juicio de valor posible: ni en arte, ni en moral, ni en política. Mediante la abolición de la distancia, del ''pathos de la distancia'', todo se vuelve indeterminable. Incluso en el ámbito físico: la excesiva proximidad del receptor y de la fuente de emisión crea un efecto Larsen que interfiere en las ondas. La excesiva proximidad del acontecimiento y de su difusión en tiempo real crea una indeterminabilidad, una virtualidad del acontecimiento que le quita su dimensión histórica y lo sustrae a la memoria. Que las tecnologías de lo virtual produzcan lo indeterminable, o que sea nuestro universo indeterminable el que suscita a su vez esas tecnologías, incluso esto es indeterminable.

Y todo esto se consolida dondequiera que opere esta promiscuidad, esta colisión de los polos.

Incluso en el reality show, donde se asiste, en la emisión en directo, en el acting televisivo inmediato, a la confusión de la existencia y de su doble. Ya no hay separación, ni vacío, ni ausencia: uno entra en la pantalla, en la imagen virtual sin obstáculo. Uno entra en su propia vida como en una pantalla. Uno enfila su propia vida como una combinación digital.

A diferencia de la fotografía, del cine y de la pintura, donde hay un escenario y una mirada, tanto la imagen vídeo como la pantalla del computer inducen una especie de inmersión, de relación umbilical, de interacción táctil, como decía ya McLuhan de la televisión. Inmersión celular, corpuscular: uno penetra en la sustancia fluida de la imagen para modificarla eventualmente, del mismo modo que la ciencia se infiltra en el genoma, en el código genético, para transformar desde ahí al cuerpo mismo. Uno se mueve como quiere y hace lo que quiere con la imagen interactiva, pero la inmersión es el precio de esta disponibilidad infinita, de esta combinatoria abierta. Lo mismo ocurre con el texto, con cualquier texto ''virtual'' (Internet, Wordprocessor). Aquello se trabaja como una imagen de síntesis, lo que no tiene ya nada que ver con la trascendencia de la mirada o de la escritura. Ahora bien, es en la separación estricta del texto y de la pantalla, del texto y de la imagen, donde la escritura es una actividad de pleno derecho, nunca una interacción.

Del mismo modo, sólo en la separación estricta del escenario y de la sala el espectador es un actor de pleno derecho. Pero resulta que todo concurre hoy en día a la abolición de esta fractura: la inmersión del espectador se vuelve algo fácil, interactivo. ƑApogeo o fin del espectador? Cuando todos se vuelven actores ya no hay acción ni escenario. Fin de la ilusión estética.

Las máquinas sólo producen máquinas. Eso es cada vez más cierto a medida que se van perfeccionando las tecnologías virtuales. A cierto nivel de maquinización, de inmersión en la maquinaria virtual, deja de haber distinción hombre/máquina: la máquina está en los dos lados del interfaz. Quizá ya sólo seamos su propio espacio, el hombre convertido en la realidad virtual de la máquina, su operador en espejo. Eso guarda relación con la esencia misma de la pantalla. No existe un más allá de la pantalla como existe un más allá del espejo. Las dimensiones del tiempo mismo se confunden allí en el tiempo real. Y como la característica de cualquier superficie virtual es, ante todo, estar allí vacía y, por tanto, poder ser llenada por lo que sea, de nosotros depende entrar en tiempo real, en interactividad con el vacío.

Paralelamente, todo lo que es producido por el médium de la máquina es una máquina. Los textos, imágenes, películas, discursos y programas surgidos del ordenador son productos maquínicos y tienen esas características: artificialmente expandidos, potenciados por la máquina, las películas desbordantes de efectos especiales, los textos que se hacen largos, repletos de redundancias debidas a la maligna voluntad de la máquina de funcionar a cualquier precio (en su pasión) y a la fascinación del operador por esta posibilidad ilimitada de funcionamiento. De ahí el carácter pesado, en las películas, de toda esa violencia y esa sexualidad pornografiada, que sólo son efectos especiales de violencia y de sexo, ni siquiera fantasmados por seres humanos, pura violencia maquínica que ya no nos afecta. De ahí todos esos textos que parecen obra de agentes virtuales ''inteligentes'', cuyo único gesto es el de la programación, mientras que el resto se desarrolla según criterios automáticos. Nada que ver, por cierto, con la escritura automática, que jugaba al choque frontal mágico de las palabras y los conceptos, mientras que aquí se trata sólo del automatismo de la programación, de la declinación automática de todas las posibilidades. Por delante el design maquínico del cuerpo, del texto, de la imagen. Eso se llama la cibernética: dar órdenes a la imagen, al texto, al cuerpo, desde el interior en cierto modo, desde la matriz, jugando con el código o las modalidades genéticas. Es, además, este fantasma de performance ideal del texto o de la imagen -esta posibilidad de corregir sin fin- lo que provoca en el ''creador'' ese vértigo de interactividad con su propio objeto, a la vez que el vértigo ansioso de no haber ido hasta los límites tecnológicos de sus posibilidades. De hecho, es la máquina (virtual) la que nos habla, es ella la que nos piensa.

Pero, Ƒexiste realmente la posibilidad de descubrir algo en el ciberespacio? Internet no hace más que simular un espacio mental libre, un espacio de libertad y descubrimiento. De hecho, sólo ofrece un espacio desmultiplicado, aunque convencional, donde el operador interactúa con elementos conocidos, sitios establecidos, códigos instituidos. Más allá de esos parámetros de investigación no existe nada. Cualquier pregunta es asignada a una respuesta anticipada. Uno es el interrogador automático al mismo tiempo que el contestador automático de la máquina. A la vez codificador y decodificador, de hecho nuestro propio terminal, nuestro propio corresponsal. Es eso el éxtasis de la comunicación. Ya no hay otro enfrente, ni tampoco destino final. El sistema gira así sin fin y sin finalidad. Y su única posibilidad es la de una reproducción y de una involución al infinito. De ahí el confortable vértigo de esa interacción electrónica e informática, similar al de una droga. Uno puede pasarse toda la vida en ella, sin discontinuidad. La droga misma no es más que el ejemplo perfecto de una interactividad enloquecida en un circuito cerrado.

Para domesticarnos se nos dice: el ordenador no es sino una máquina de escribir, sólo que más práctica y compleja. Lo cual es falso. La máquina de escribir es un objeto perfectamente exterior. La página flota al aire libre y yo también. Tengo una relación física con la escritura. Toco con los ojos la página en blanco o la página escrita, cosa que no puedo hacer con la pantalla. El ordenador es, en cambio, una verdadera prótesis. Yo mantengo con él una relación no sólo interactiva, sino también táctil e intersensorial. Yo mismo me convierto en un ectoplasma de la pantalla. De ahí provienen, sin duda, de esa incubación de la imagen virtual y del cerebro, las insuficiencias que afectan a los ordenadores y que son como los lapsus de nuestro propio cuerpo.

En cambio, el hecho de que la identidad sea la de la red y nunca la de los individuos, el hecho de que la prioridad se dé a la red más que a los protagonistas de la red, conlleva la posibilidad de disimularse en ella, de desaparecer en el espacio impalpable de lo virtual y no estar ya localizable en ningún lugar, ni siquiera para uno mismo, lo cual resuelve todos los problemas de identidad, sin contar los problemas de alteridad. Así, la atracción de todas estas máquinas virtuales se debe sin duda menos a la sed de información y de conocimiento, e incluso a la de contacto, que al deseo de desaparecer y a la posibilidad de disolverse en una operabilidad fantasmal. Forma planeante que hace las veces de felicidad, de una evidencia de felicidad por el hecho mismo de que ya no tiene razón de ser.

La virtualidad sólo se aproxima a la felicidad porque retira subrepticiamente cualquier referencia a las cosas. Nos da todo, pero de manera sutil nos escamotea al mismo tiempo todo. El sujeto se realiza en ella perfectamente, pero cuando el sujeto está perfectamente realizado, se convierte de forma automática en objeto y cunde el pánico.