MAR DE HISTORIAS

Primera línea

* Cristina Pacheco *

 

Martina vive pendiente del reloj y del radio. Es feliz aunque, por disposiciones tácitas de su hijo y su nuera, viva confinada en el último cuarto de la casa. Llegó en 1948, el mismo día de su boda con Cipriano Vargas, un telegrafista 14 años mayor que ella. Martina fue tapizando las habitaciones con las fotografías de sus hijos: Gregorio, Anselmo y Claudio; luego, con sus diplomas escolares, y al final con las imágenes de sus bodas. Sólo entonces advirtió el paso del tiempo.

Ese álbum de familia se enriqueció con los retratos de los nietos. Cipriano alcanzó a conocerlos. Cuando presintió su muerte, sostuvo una larga conversación con Martina. Le pidió que lo perdonara por adelantársele en el viaje y procuró consolarla de su inminente soledad haciéndola imaginar las muchas horas de convivencia feliz que tendría con sus hijos, sus nueras y los niños.

Nada ocurrió según las predicciones de Cipriano. Los hijos fueron alejándose de la casa materna y los nietos ųdivididos entre las clases de inglés, danza o gimnasiaų apenas la visitaban. Martina suavizó los rigores de la soledad inventándose pequeñas tareas. Por la tarde ųuna larga espera hacia la nocheų se dedicaba a limpiar diplomas y retratos. Con éstos sostenía animadas conversaciones, segura de que en vez de sus fotos eran sus hijos quienes la acompañaban.

Gregorio, el primogénito, sorprendió en varias ocasiones el extraño monólogo de su madre. La primera vez no quiso reconocer en el comportamiento de Martina el resultado del abandono; la segunda, lo interpretó como señal de decadencia. Luego, cuando se vio sin empleo y sin esperanzas de conseguir otro, lo tomó de justificación para instalarse con su mujer, Rosaura, en la casa materna.

Tenía que informárselo a sus hermanos. Con el pretexto de un aniversario de bodas, Gregorio organizó una cena familiar. Los invitados fingieron no ver la expresión sombría con que Rosaura sirvió la mesa. En cuanto terminaron de comer, Anselmo le preguntó a su madre si estaba contenta. Martina mintió ų"Mucho"ų, pero en seguida suplicó que la llevaran a su casa. Claudio se brindó para hacerlo. Gregorio aprovechó el momento de su regreso para enterarlos de su proyecto de mudanza: "Como están las cosas, es peligroso que mi madre viva sola, y más en sus condiciones".

Todos se miraron sin comprender el significado de la última frase. Gregorio echó mano de su inventiva y describió con tintes alarmantes la escena de su madre dialogando con las fotos: "Ya la he sorprendido varias veces. Es obvio que necesita compañía. Todos ustedes tienen hijos. Mi mujer y yo estamos solos". Rosaura mencionó unos análisis médicos pero su marido la interrumpió: "Será mucho más fácil para nosotros mudarnos con mamá. De todos modos quise consultarles. ƑQué dicen?"

Antes de escuchar la respuesta, Rosaura escapó a la cocina. Gregorio fue tras ella. Los invitados pretendieron no oír la discusión entre los esposos, pero cuando Gregorio perdió el control y empezó a gritar no tuvieron más remedio que enterarse de sus intimidades: "ƑQué otra cosa podemos hacer? Se nos está acabando el dinero de la liquidación... ƑQue busque otro empleo? šPor Dios! ƑA qué crees que salgo todos los días? Pues a eso, pero no encuentro nada. Nadie quiere contratar a un hombre de 40 años. Para ellos soy un mueble inservible, un infeliz que debe morirse de hambre, y entre más pronto, mejor".

Martina fue la última en conocer el proyecto de su hijo. Cuando Gregorio la puso al tanto pretendió ocultarle sus verdaderos motivos disfrazándolos tras una máscara de solidaridad: "No es justo que, teniendo tres hijos, usted viva sola. Puede pasarle algo y, al menos yo, no podría vivir con ese cargo de conciencia". Martina fingió creerle y aceptó la propuesta. Agradecido hasta las lágrimas, Gregorio le pintó un cuadro de convivencia idílica: "Rosaura podrá ayudarla con el quehacer. Además, me están ofreciendo la gerencia en una fábrica de juguetes. El sueldo es bueno. Usted ya no tendrá que andar tronándose los dedos para que le alcance el dinero de su pensión". Martina también lloró, pero no de felicidad.

 

II

 

Desde un principio resultó difícil la convivencia. A los pocos meses la casa era un infierno y Martina ya no tenía siquiera el consuelo de hablar con sus retratos. Gregorio pasaba la mayor parte del día en la calle, primero buscando trabajo y luego compartiendo sus sueños imposibles con otros desempleados. Oprimida por la situación económica, Rosaura colgó sobre la puerta del departamento un cartelón con su nombre y su título: "Contadora privada".

Contra los malos augurios, a Rosaura le fue bien. Sus clientes, pequeños comerciantes, le dieron buenas ganancias. Esto le devolvió la seguridad que Gregorio le había arrebatado ų"Hace años que no ejerces, no vas a poder con el trabajo"ų y la convirtió en proveedora única de la familia. Su nueva posición le permitió desplegar un autoritarismo brutal con su suegra y con su esposo.

Reducida al mínimo espacio de su cuarto, Martina empezó a quejarse. Las primeras veces que Gregorio escuchó esos reclamos le llamó la atención a su mujer; después, cuando aceptó que el fracaso y la dependencia eran su destino final, se doblegó ante Rosaura y se convirtió en aliado contra su propia madre.

Martina cayó en una depresión profunda. Pasaba el día en su cuarto, reprochándole en silencio a Cipriano que la hubiera puesto, sola, en manos de aquellos hijos; maldiciéndolo por haberse equivocado en los augurios respecto de su viudez y hasta envidiándolo por haber tenido una muerte tan oportuna. En las noches de insomnio se arrepentía de sus sentimientos oscuros y procuraba convencerse de que aún amaba a Cipriano. Contenta de mantener a flote la parte luminosa de su vida, encendía el radio en las frecuencias de música romántica, segura de que las viejas canciones iban a devolverla a épocas menos ingratas.

 

III

 

Una noche en que estaba medio dormida, Martina sintonizó una estación distinta a la habitual. En lugar de música escuchó una voz masculina: "Qué tan difícil habrá sido mi situación que pensé en huir de mi familia; pero comprendí que a mi edad y sin dinero mi sueño era imposible. Me desesperé como usted no se imagina. Pasaba el día metido en el cuarto, sin hablar con nadie y maldiciendo a mi difunta Herminia por haberme dejado solo".

Martina se estremeció al oír aquella confesión. Se incorporó, bajó el volumen del radio y se pegó al aparato, como si quisiera mantener una secreta complicidad con el desconocido que siguió hablando: "Pero Dios nunca nos abandona. El está presente hasta en las cosas más pequeñas. Tengo la prueba: una noche, sin quererlo, sintonicé nuestra estación a la hora en que estaban pidiendo voluntarios para el programa Primera línea, tercera edad. Pensé: si es cosa de aconsejar a otros viejos como yo, puede que me anime. Al día siguiente me presenté aquí, me hicieron una pruebita, y desde entonces me quedé y sigo acompañando a otros solitarios como yo".

Una voz femenina interrumpió al hombre: "Dios lo bendiga, don Ezequiel, gracias a usted resolví mi problema. Hablé para decírselo. Créame, si no hubiera sido por sus bellas palabras, me habría tirado al Metro". Se escuchó la rúbrica del programa y un locutor anunció el número telefónico de Primera línea... Martina lo repitió hasta memorizarlo y por la mañana lo anotó en su libro de oraciones. Nunca se ha atrevido a marcarlo, pero lo recorre con sus dedos durante el tiempo que se pega al radio para oír, más de cerca, la voz de don Ezequiel.

Mientras llega la hora de escucharlo, Martina consulta el reloj, hace tareas menudas, y al final se acicala como la novia en espera del enamorado. Minutos antes de que comience la transmisión, enciende el aparato, y permanece con el aliento contenido hasta que una voz la invita a pasar juntos la noche.