JUEVES 29 DE JUNIO DE 2000
* Olga Harmony *
La bienvenida irreverencia
Carlos Corona es una nueva presencia irreverente en nuestro teatro. Parece trabajar a marchas forzadas y en breve tiempo nos ha ofrecido una cuarteta de direcciones vigorosas y brillantes. Si con Ubu Rey de Jarry, y en combinación con Federico Silva, extremó las alusiones digestivas del original adaptado, ofendiendo con ello a muchas sensibilidades (lo que el joven director tiene en alta estima), en otros montajes su irreverencia es menos brutal aunque igualmente divertida. En Don Gil de las Calzas Verdes ųexcepto por un vestuario intemporal poco logradoų respetó el texto de Tirso, pero en el baile final desarrolló en mímica una línea que hubiera espantado al autor. Y ahora, a punto de romper un récord, tiene en escena un reestreno, Sueño de una noche de verano de Shakespeare y dos obritas de Elena Garro bajo el título común de Los pilares de la cárcel. A ambos montajes me referiré en este artículo.
Es archisabido que los viejos ritos paganos subsistieron en la Europa cristianizada y que las fiestas de fertilidad del solsticio de verano sobreviven en muchos países, aunque la intolerancia medieval convirtiera a la noche de San Juan en un aquelarre peligroso. Y también se sabe, hasta el cansancio, qué William Shakespeare despojó de todo signo malvado (que siglos después asomaría en el Puck de Lindsay Kemp) esas festividades, poblando de hadas y elfos de una no histórica Atenas a su Sueño de una noche de verano, escrita probablemente para unas bodas de la nobleza. Corona revive en la Casa del Lago y en un claro del Bosque de Chapultepec mucha de la gracia shakespereana. Respeta casi por entero el texto, aunque juega mucho con los preparativos de los artesanos para representar Píramo y Tisbe, convirtiéndolos en una actualizada sátira de las escuelas de actuación vigentes, lograda de tal manera que aun el público no especializado se divierte. Al buen ritmo logrado y a las buenas actuaciones del elenco (destaca Karina Gidi como Titania, Haydeé Boetto como Puck, Julieta Ortiz como Hermia y la bella, aunque se diga fea, Avelina Correa como Helena. Entre los actores, todos de excelente decir, la gracia de Ricardo Esquerra, la fuerza de Alejandro Calva y la gallardía de Gabriel Porras y Manuel Sevilla), hay que añadir subrayándolo, el uso de los espacios, sobre todo en el natural del bosque, en el excelente trazo del director.
Carlos Corona estrena, bajo el título común de Los pilares de la cárcel, dos obras en un acto de Elena Garro, Los pilares de Doña Blanca, dirigida por Héctor Mendoza para el cuarto programa de Poesía en Voz Alta, en 1953, y El rey mago, que hasta donde la memoria me alcanza, no se habría representado. Cuesta mucho trabajo encasillar estas obritas de la escritora, por lo que más vale no hacerlo y prescindir del realismo mágico, surrealismo y todos los términos que se han dicho al respecto. Habría que verlas, como muy bien dice Luis Mario Moncada, como ecos de la infancia. También en su candor, que no puerilidad, como testimonio poético de un México popular que subsiste, a pesar de todo. La escenificación de Carlos Corona hace resaltar ambas tesituras con pequeñas irreverencias al original, esta vez llenas de ternura.
Con la recién creada Compañía de repertorio de la Facultad de Filosofía y Letras, que ojalá cumpla largos años y en la que los estudiantes de la carrera de Literatura Dramática y Teatro por fin tienen un foro profesional, y a cuyos integrantes no me referiré ųsiguiendo una costumbre que me he impuestoų por ser todavía estudiantes, Corona encara el primer texto, Los pilares de doña Blanca como estampas de la Lotería. Doña Blanca, primero desnuda y después vestida, es la trapecista, Rubí es un caricaturesco charro, los caballeros, excepto el alazán que lo es, se convierten en un bebito, un luchador enmascarado, un soldado y una figura de la muerte. La escenografía de Mónica Raya, vigente para ambas obras, convierte en torre y cárcel una estructura rodeada de símbolos de la Lotería. La coreografía de Vivian Cruz apoya los juegos escénicos de los caballeros.
La música de Mariano Cossa liga ambas obras y es El rey mago, con esa Virgen embarazada que canta bellamente, en donde las sutilezas del director se despliegan de mejor manera. Cándido Morales, el niño convertido en un títere muy esquemático y excelentemente manejado ųque nos deja ver que no es necesariamente humanoų y la Virgen cantante, contrastan con las actuaciones más realistas de los otros personajes, dando un hálito de misterio al discurrir pueblerino, al tiempo que señalan ese viejo anhelo infantil de un bondadoso mago que por fin nos libere. Es un muy buen inicio de esta compañía. Lo único a lamentar es que no se dé crédito al diseñador(a) de vestuario.