MAR DE HISTORIAS

Saber perder

* Cristina Pacheco *

 

Son las once de la mañana. A Eleazar le gusta ver a las familias que se dirigen a la casilla entre bromas y pronósticos acerca de los resultados electorales. Desde lejos advierte que la cola de votantes es mucho más larga de lo imaginado. Se recrimina no haberle hecho caso a su mujer. Eva le sugirió: "Vamos de una vez, porque más tarde habrá mucha gente". Bajo las sábanas, él defendió su descanso dominical. Eva le contestó: "De acuerdo, pero después no te quejes".

A Eleazar le molesta reconocer que Eva tuvo razón. Ella se lo recordará cuando vuelva a casa, sediento y asoleado. "A las dos de la tarde", murmura cuando se incorpora a la fila. El hombre que lo antecede se vuelve, imaginando que se dirige a él. Eleazar sonríe desconcertado. Con gesto de impaciencia, el individuo regresa a las páginas de su periódico.

Eleazar lamenta no haber comprado una revista antes de formarse. Lo distrae la voz masculina que escucha a sus espaldas: "Te dije que viniéramos más temprano". Su mujer le responde: "ƑCómo iba a imaginarme que habría tanta gente?" Eleazar se identifica con la pareja. Está a punto de volverse y decirles: "A mí también me sorprendió". Pero desiste de su propósito cuando escucha al hombre advertirle a su esposa: "A ver si te pones un vestido menos pegado".

 

II

 

En desorden, la fila se mueve despacio. Eleazar culpa de la tardanza al sujeto que lo antecede. En varias ocasiones ha tenido que decirle: "Camine, por favor". La última vez empleó un tono menos suave y hasta sintió ganas de darle un golpe en la espalda que, inexplicablemente, lo irrita. La encuentra demasiado ancha y cuadrada; estorbosa, en una palabra.

El aire está húmedo. Eleazar se quita la chamarra con un movimiento brusco. Por accidente, roza al elector que va delante de él. Este lo mira sobre el hombro, escucha su disculpa sin inmutarse y reanuda la lectura. En ese momento Eleazar descubre qué le molesta de su vecino: la forma en que hunde el cuello y eleva los hombros mientras lee, como si quisiera impedir que otra mirada resbalara por las páginas de su periódico.

Eleazar tiene la sensación de que ya ha vivido esa experiencia: el hombre de la enorme espalda le recuerda a alguien. No tiene que esforzarse mucho para que aparezca en su memoria el nombre de Víctor Mancilla, su compañero durante los tres últimos años de primaria y el triunfador en el concurso de oratoria. Incómodo por el recuerdo, pone en duda sus conclusiones: "Víctor era un charal y no usaba lentes". El sentido común lo refuta: "Teníamos doce años. Han pasado más de cuarenta. A lo mejor fue al gimnasio para aprender a defenderse. Podría ser él".

Movido por la curiosidad, Eleazar da un paso a la derecha y alarga el cuello, ansioso de descubrir en su vecino algún indicio que le permita cerciorarse de que se trata de su antiguo compañero. Por lo pronto, es indicativa la forma en que el hombre protege su lectura levantando los hombros. Víctor lo hacía cuando deseaba impedir que, desde el pupitre de atrás, Eleazar le copiara las respuestas en los exámenes. Por eso empezó la amistad.

 

III

 

Una tarde, terminada la clase, la maestra Eva les ordenó a Eleazar y a Víctor que permanecieran en el salón. La profesora les mostró sus exámenes: "Las contestaciones son idénticas. Necesito saber quién copia a quién". Eleazar inclinó la cabeza, seguro de que Mancilla iba a delatarlo. Por eso se sorprendió tanto cuando lo oyó decir: "Yo le copié a Ponce". En seguida él hizo la misma confesión: "Yo le copié a Mancilla".

Después de llamarlos "tapaderas" y de recordarles el peligro de expulsión, la maestra mencionó ciertos valores y al fin les devolvió su libertad. Eleazar y Mancilla salieron de la escuela y caminaron juntos por la avenida sombreada de fresnos. Rumbo a sus casas recordaron, divertidos, el peligro que acababan de sortear. La amistad que nació en aquel momento fue profundizándose. Cuando llegaron al primer semestre del sexto año proyectaron inscribirse en la misma secundaria; pero al término del ciclo no sólo desistieron de su propósito sino que terminaron su amistad. "Y todo por el concurso de oratoria".

 

IV

 

Una mezcla de dolor y vergüenza tortura a Eleazar. Procura exorcizar la ingrata sensación diciéndose que tal vez el hombre que lo antecede sea un perfecto desconocido. No logra convencerse y observa otra vez la espalda desproporcionada, hasta que llega a una conclusión: "Sí: es él".

Eleazar se sabe atrapado en el recuerdo que lo torturó durante años: "Primer premio: Mancilla; segundo premio, Ponce". El veredicto de hace más de cuarenta años revive su deseo de golpear la espalda de Víctor. Después de felicitarse mutuamente, Mancilla se detuvo a posar ante una camarita con su diploma en alto. La irritación contenida por Eleazar se desbordó. Sin poder evitarlo se arrojó contra Víctor y lo golpeó en la espalda.

Su compañeros formaron un círculo y los azuzaron. Eleazar siguió descargando golpes sobre Víctor hasta que los profesores intervinieron. "ƑQuién comenzó?" Eleazar sintió que triunfaba cuando declaró su responsabilidad y vio que todos olvidaban a Mancilla.

La maestra Eva lo llamó al salón. "ƑPor qué golpeaste a Mancilla?" Eleazar no tuvo respuesta. La profesora insistió: "ƑCrees que el resultado fue injusto? ƑConsideras que debimos darte el premio?" La pregunta le recordó a Eleazar sus saltos de un tema a otro, sus largos silencios, el empleo equivocado de ciertos términos. Tras el autoexamen odiaba a su compañero y también a la maestra Eva.

La profesora lo advirtió y bajó a sentarse en otro pupitre junto a él: "Acabas de participar en una competencia de oratoria interna, pequeñita. Nadie más que nosotros está interesado en lo que sucedió. El próximo lunes ya nadie se acordará".

Eleazar intentó levantarse pero la maestra se lo impidió: "Comprendo lo disgustado que estás pero necesito recordarte algo: al organizar el concurso les señalamos a todos que sólo habría un triunfador. Les pedí a cada uno de ustedes que dijeran para sus adentros: Quiero ganar yo, pero es posible que triunfe otro. Perder es parte de la competencia. Hablamos de eso".

La maestra Eva no logró detenerlo. Eleazar abandonó el salón temblando de rabia y de vergüenza. Cuando llegó a su casa mantuvo en secreto lo sucedido. Su madre atribuyó su mal aspecto a una indisposición pasajera. Le dio un té y lo obligó a meterse a la cama. Antes de hacerlo, Eleazar ocultó el diploma en el fondo del ropero.

El domingo su madre lo encontró de casualidad. Conmovida, lo leyó varias veces y él le preguntó si se sentía orgullosa. Ella fue sincera: "Mucho. Y ya me imagino cómo estarán de contentos los padres de tu compañerito que ganó el primer premio". Fue suficiente para que Eleazar sintiera que Mancilla lo había despojado otra vez. Su odio hacia él se reconcentró. Durante las dos últimas semanas de clases lo rehuyó por temor a golpearlo de nuevo. En el festival de fin de cursos Víctor hizo un último intento de rehacer la amistad: "ƑSiempre vas a inscribirte en la Secundaria 17?" El no le contestó.

Eleazar apenas oye la voz de la mujer que le pide su credencial de elector. Se la busca en el bolsillo de la camisa, mientras descubre a Víctor que se aleja de las urnas. En cuanto termina de marcar las boletas va tras él. Alcanza a verlo en el momento en que aborda un taxi. En cuanto el vehículo se pone en marcha, Eleazar comprende que ha perdido para siempre la posibilidad de reconstruir una hermosa amistad.