EL PRI: RUMBOS POSIBLES
Entre antier y ayer se consumó la separación inevitable entre el Partido Revolucionario Institucional y el Presidente de la República, cuando un sector encabezado por gobernadores priístas neutralizó los intentos -procedentes, al parecer, de Los Pinos- por nombrar una dirigencia interina en el marco de una reunión del Consejo Político Nacional; los inconformes rechazaron la renuncia de Dulce María Sauri Riancho a la presidencia nacional del instituto político y lograron encauzar el obligado proceso de reorganización del PRI en una comisión especial en la que participarán tanto militantes destacados del ámbito federal como representantes de los cacicazgos estatales. Estos forcejeos y su resultado parecen resumirse en la pérdida, por parte del titular del Ejecutivo, de su tradicional condición de "jefe máximo" del priísmo y de su facultad inveterada de designar a la dirigencia partidaria.
La difícil circunstancia del partido que hasta hace tres días era oficial deja adivinar diversos escenarios de solución de la crisis interna, la más grave de su historia: la fragmentación en grupos claramente diferenciados -tecnócratas y dinosaurios, y tal vez algunos más-, su tránsito a una confederación de intereses y complicidades regionales formada por las estructuras de poder que aún conservan los gobernadores, una búsqueda de identidad ideológica y una democratización real del organismo, o una combinación de las posibilidades mencionadas. De esos escenarios, el tercero es el único que resulta deseable para el país, pero ello no implica, por desgracia, que sea el más probable.
En el momento actual, no pocos priístas han caído en la tentación de atribuir a Ernesto Zedillo toda la culpa por el golpe demoledor que recibió su partido el 2 de julio, y algunos no vacilan en pronunciar, a este respecto, la palabra "traición". Pero, independientemente de los enconos y agravios coyunturales, sean reales o no, la circunstancia no ha hecho más que colocar al tricolor ante su propia vacuidad en términos políticos, programáticos e ideológicos. El domingo pasado los priístas hubieron de rendirse ante la evidencia de que pertenecen a una entidad paraestatal que no tiene más contenidos que los que han depositado en ella los gobernantes en turno, y que su propósito no era conquistar el poder, sino conservarlo a toda costa. Hoy, perdida la Presidencia, y con ella el aparato de la administración pública, el PRI carece de una instancia que lo dote de identidad. Con ella, se ha desvanecido el factor de cohesión que obligaba a convivir en una misma organización a los adeptos del nacionalismo revolucionario con los neoliberales que prevalecieron con De la Madrid, Salinas y Zedillo. Al mismo tiempo, la expulsión del PRI del poder federal deja al organismo sin la articulación y la mediación necesaria entre sus tribus regionales.
Tanto la desbandada simple como la conformación de una liga de cacicazgos estatales conllevarían riesgos para el sano desarrollo de la vida política del país. Por ello, más que una reorganización o una refundación, el PRI requiere de una fundación a secas en tanto que el partido que nunca ha sido, con una vida interna democrática y apegada a normas, y en el cual podría agruparse, además de una enorme experiencia gubernamental, un gran número de ciudadanos lúcidos, capaces y honestos. Para lograrlo, los priístas deberán superar los rencores inmediatos y el trauma de la derrota, deslindarse de sus componentes corruptos y delictivos y, sobre todo, ponerse de acuerdo en torno a una pregunta crucial: qué país quieren. Si consigue salvar estos desafíos, sin duda monumentales, en el futuro el PRI podrá voltear hacia el 2 de julio y reconocer, en esa fecha, no el día de su fracaso más rotundo, sino el de su nacimiento.
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