MIERCOLES 5 DE JULIO DE 2000

Democracia de las ruinas

 

* Luis Linares Zapata *

La dilatada transición a la democracia ha terminado su ciclo sobre las ruinas del sistema imperante y de su cultura de condicionamiento. Ninguno de estos dos factores, el sistema y su cultura de soporte, ha sido demolido a cabalidad. Partes sustantivas de sus estructuras y formas permanecen aún intactas, pero, ciertamente, tienen ya ensartados, justo en medio de sus órganos vitales, sendos agentes transformadores que los harán mudar de actores y adaptar sus reflejos, métodos, conductas y visiones de ellos mismos y del entorno que se les impone. Los martillazos de los votos han sido contundentes. La funcionalidad actual exige pensar el nuevo escenario con criterios, que capturen la inédita realidad, y personajes que mejor representen las expectativas de los electores que provocaron los cambios que ahora se comienzan a escudriñar. El mandato provino, por primera vez en muchos años, directamente, y con muy torpes como inútiles trabas y desviaciones, desde la misma sabiduría popular.

Observarse como país afectado, por el reciente fenómeno político, en el espejo de la noticia y la crítica externa quizás ayude a mejorar las concepciones internas, propias de cada quien. Afuera no dudan en calificar el resultado electoral como un hito que marca el presente de México y lo predispone a entrar en una normalidad constructiva. Normalidad que permitirá a México ser reconocido como igual en el ámbito mundial, al tiempo que se podrán mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos. Otros enjuician lo sucedido como un momento cúspide por excelencia desde la revolución.

Lo cierto es que el esfuerzo por llegar a la alternancia en el Poder Ejecutivo federal y, sobre todo, al balance de fuerzas en el Congreso, ha tenido lugar en medio de un clima educado y terso. Y ello es el desenlace del prolongado proceso de tránsito que los mexicanos iniciamos desde hace ya más de treinta años. No fue fácil, rectilíneo, claro, y menos incruento. En el camino han quedado cientos de cadáveres. Múltiples experiencias descorazonadoras plagaron la ruta, donde las trampas o la violencia sobre la voluntad ciudadana de cambio fueron terrible constante. Las onerosas complicidades junto con las insensibles decisiones tecnocráticas aumentaron la injusticia social. La pobreza resultante gravó, como pesado fardo consecuente, los ralos avances económicos y políticos que se iban logrando. También vimos las maniobras y trapacerías de incontables líderes de la vieja escuela que impedían avanzar con la premura que solicitaba la izquierda a gritos y en nutridas marchas ardorosas. La presencia de la sociedad organizada y activa no partidaria fue emergiendo como un signo inequívoco de la perseverante modernización en que ha estado embarcada la nación y fue su empuje determinante el que contrarió al viejo estado de cosas.

Finalmente, el hartazgo colectivo con el grupo en el poder que se fue formando dentro de la clase media urbana, en sectores educados, el de aquellas zonas marginales de las ciudades y aun de amplios segmentos rurales, dio su veredicto en las urnas: no más de lo mismo, fuera el PRI de los mandos públicos. 65 por ciento de los votantes prefirió una opción distinta al oficialismo imperante. Pero, al mismo tiempo, la coalición y sus candidatos triunfadores, Vicente Fox en primer término, llega con un bagaje y compañía, que requerirán de continuas, arduas, sensibles negociaciones para gobernar. Tienen enfrente otro denso 57 por ciento de la población que no aceptó su oferta presidencial y un sólido segmento (61 por ciento), que rechazó sus apuestas para el Congreso, completa el cuadro. A ellos y ellas los habrá de necesitar para introducir las modificaciones y los nuevos mecanismos de acción que esta realidad exige.

Queda por atestiguar lo que sucederá con lo que se ha salvado del naufragio priísta y con la reconstrucción perredista de una izquierda, ciertamente viva, pero que los respaldó con reservas y ausencias. A estos últimos se les entregó, de nueva cuenta, la gran capital de todos los mexicanos y una aceptable bancada legislativa. En otra ocasión se examinará lo que podrán hacer con ello. Los priístas, por su parte, retienen, todavía, un apreciable capital político. Una lucha de facciones será lo peor que les podría pasar. En ella, la fuerza podría imponerse tanto sobre la oportuna sagacidad como nublarles la visión que les ponga, de nueva cuenta y en el menor tiempo posible, la lucha por el poder perdido. Se requiere pensar, con detalle y descarnadamente, en los auditorios que perdieron para, sobre ello, plantear los cambios de dirigentes, oferta y organicidad que habrán de necesitar. El PRI no puede continuar enfrentando a la sociedad por sectores que han devenido en cascarones usufructuados por un manojo de maniobreros enquistados y opuestos a toda transformación. Una vuelta a las figuras ya tan sobadas que han expuesto como sus adalides sólo los empujará por el precipicio de la carencia de horizontes atractivos que el electorado les ha reclamado hasta el cansancio. El rechazo del 2 de julio fue un golpe macizo. El PRI retuvo su voto duro y parte del producto de su aparato de coacción y trampas. Pero no fueron suficientes para prevalecer y no podrán ayudarlo en la reforma que, con urgencia, le espera. *