VIERNES 14 DE JULIO DE 2000
* Olga Harmony *
Hace ya tanto tiempo
El anunciado retiro del teatro, de Vicente Leñero, parece que se concreta dado que el volumen que contiene cuatro obras suyas lleva el irónico título de Teatro terminal. Me cuento entre los muchos que lo lamentan, sobre todo ahora que descubro, a destiempo ųlo que me ocurre muchas vecesų la joyita naturalista Hace ya tanto tiempo que se restrena en México diez años después de que la viéramos en el montaje de Cádiz y casi una veintena de que fuera escrita. En la escenificación española, muchas cosas se perdieron, según recuerdo, probablemente debido a esa rotundez hispana tan poco propicia a las ambigüedades, las sutilezas y las pausas del original. Ignacio Retes vuelve a dirigirlo y esta vez actúa la parte del Anciano junto a la espléndida Raquel Seoane que interpreta a la Anciana y ambos nos permiten atisbar las tangentes que el autor apenas enuncia.
A diferencia de esa otra obra de Leñero dedicada a los viejos, Qué pronto se hace tarde, en esta pequeña pieza la historia de la pareja ya transcurrió de manera irreversible en un pasado que el espectador podría reconstruir a base de retazos de recuerdos de ambos. Podríamos adivinar que el viejo es un solterón egoísta, tan egoísta que 37 años después piensa que puede unir su suerte a la de su antigua amante, aunque nunca llegue a hacerlo explícito. Pienso que ese es el meollo de la historia de ambos, la razón del pleito y separación posteriores en que los dos se echan la culpa, aunque es fácil intuir que es ella la que dice la verdad porque es más entera. Lo que podemos otear de su historia tiene grandes lagunas y contradicciones aparentes porque nunca se nos ofrece una pista lineal y convincente. Es en esa ambigüedad de algo que los viejos conocen y el espectador ignora en dónde reside la mayor constancia de la realidad entrevista.
La mujer tuvo un marido, con el que concibió a su hijo, pero vivió con su madre y el niño, lo que hace suponer viudez o divorcio, aunque el viejo ahora le pregunta, literalmente, si no tuvo hijos después con su marido e inquiere cómo era éste. No llegamos a conocer toda la historia y nuestro voyeurismo se frustra frente a esa cuarta pared anímica que subraya la otra cuarta pared stanislavskiana que se transparenta para dejarnos observar actos sin explicación, como es la ratería y posterior devolución de la bailarina de porcelana: ƑLa quiso el Anciano como recuerdo y la volvió a poner en su lugar cuando sintió lo precario del encuentro? No lo sabemos. Leñero transgrede muchas convenciones canónicas, como es esa llamada telefónica sin respuesta del principio, que no pudo ser del Anciano porque no hubo tiempo y que molesta a la Anciana como algo reiterado y cotidiano: en la vida real suelen ocurrir esas llamadas equivocadas por teléfono y todos las hemos sufrido, incluso que del otro extremo cuelguen cuando no reconocen la voz, cuando se dan cuenta del error cometido. Pero en el teatro una llamada así tiene peso en la trama, no se puede hacer sin una consecuencia dramática.
Empero, Vicente Leñero lo hace. Junto a la falta de explicaciones de actos pasados y presentes de sus personajes, a las lagunas en la historia, hechos como éste, tan violatorios de los cánones dramáticos, nos hacen sospechar que no hay cánones porque no hay teatro sino un atisbo de esa realidad virtual que el dramaturgo se cansó de enunciar, aunque nunca ha llegado a darle una formal estructura teórica. Es un naturalismo extremo, diferente al hiperrealismo de La visita del ángel porque aquí si existe un pequeño conflicto, rastro del pasado, que apenas se apunta se disuelve.
El ambiente de la Anciana también es paradójico. La escueta acotación del autor, en la que se insiste en abundancia de muñecos de porcelana, es desarrollada por los diseños escenográficos de Flavia Hevia y Enrique Enríquez en el escenario de Casa del Teatro en que por primera vez se aprovecha todo el espacio, agrandado por las puertas que dan al vestíbulo y otros interiores. Los muebles se condicen con los bibelots, pero están lejos de esos datos de cierto esnobismo en la dueña de la casa, como las tintas de Montenegro en el baño o el ropero como cantina en el comedor que ella usaba antes de ''que se choteara", y que no vemos pero que están presentes en la memoria de los dos viejos. Leñero parece disfrutar burlando al público cuando se piensa que la mujer va a relatar esa tarde de ruptura que recuerda y el viejo no y no lo hace, ya que cualquier rastro del viejo costumbrismo a ''la española" es inaceptable para este autor que abrió caminos nuevos a la dramaturgia nacional. Textos como éste, que ofrecen tantas posibilidades en su brevedad, no deben pasar desapercibidos porque ameritan reflexiones de gente más docta que la arriba firmante.