DOMINGO 16 DE JULIO DE 2000

 


* Javier Wimer *

Los fantasmas del liberalismo

El viento de la historia sopló duro el día de las elecciones. Desmanteló el sistema político creado en nombre de la Revolución e interrumpió la continuidad de los gobiernos que reconocían su origen en el pensamiento liberal del siglo XIX. Se mencionan mucho los 71 años de hegemonía del partido de Estado y se olvidan los 133 que nos unen a la República Restaurada.

En 1867 se desplomó el Imperio de Maximiliano de Habsburgo y se restableció la vigencia de la Constitución de 1857. Ganaron los liberales y perdieron los conservadores. Después de la muerte de Juárez y de la caída de Lerdo de Tejada, el liberalismo se transformó en porfirismo y luego vinieron los gobiernos que surgieron de la revolución maderista, de la contrarrevolución huertista y de la revolución constitucionalista, la que llevó a la Presidencia a Carranza y a los caudillos sonorenses De la Huerta, Obregón y Calles. Este último inventó el Partido Nacional Revolucionario y puso en marcha el sistema presidencialista que, con variable ideología, ha gobernado al país durante los últimos años.

Sería ingenuo pretender que, desde la entrada triunfal de Juárez a la ciudad de México, el sol del liberalismo originario ha iluminado los días de nuestra vida republicana. De hecho, el porfirismo aparece como su desviación conservadora y la Revolución como antítesis de ambas corrientes. De todas formas, la tradición liberal también ha sido un componente básico de la legitimidad y del discurso político de los llamados gobiernos revolucionarios.

Resulta un hecho incontrovertible que a lo largo de estos últimos 133 años el liberalismo ha encarnado en el Estado mexicano y que ningún gobierno, constitucional o de facto, se ha declarado abiertamente conservador. Para hacerlo de modo congruente se tendrían que haber derogado decisiones fundamentales de la Constitución de 1917, cuyo modelo heredó de la Constitución de 1857. Podrá decirse que el conjunto de las enmiendas o reformas constitucionales ha borrado el perfil primigenio de nuestra ley suprema y que, de todos modos, es tiempo de elaborar una nueva pero, mientras tanto, se han mantenido los vínculos formales entre el liberalismo y la República.

El asunto no se agota, entonces, en la anécdota o en la curiosidad histórica, sino que se enlaza con los inevitables daños que el triunfo de la oposición conservadora produjo en la red de relaciones de nuestra convivencia política. El Presidente de la República, pieza central de todo el sistema, ejerce plenamente sus poderes legales, pero ha perdido una parte considerable de sus poderes tradicionales, notablemente el control de los gobernadores y el liderazgo de su partido.

A lo largo de los interminables meses que nos separan del primero de diciembre veremos el surgimiento de nuevas rebeldías, hijas de la ingratitud, del oportunismo y de la dinámica del cambio, que reducirán aún más el ámbito real del mandato presidencial. El sucesor se ocupará, por su lado, de redimensionar la función presidencial y así llegaremos, antes aún de su toma de posesión, a un centro de poder disminuido.

Este centro será por largo tiempo un pozo de confusiones, incluso un hoyo negro, si no se toman medidas para definir o redefinir las relaciones de fondo entre el próximo presidente de la República y los otros poderes, instituciones y fuerzas políticas del país. A comenzar por las relaciones con su propio partido y, aunque parezca una propuesta abstracta, con la historia nacional.

El modo como ganó el PAN y el considerable número de votos que agrega a su caudal anterior plantea varios problemas. El primero de ellos concierne al liderazgo del partido, cuando resulta evidente que fue el candidato Fox quien se levantó como el gran vencedor de las elecciones por encima de los planteamientos y de las estructuras partidarias. El PAN fue, también, el vencedor de estas elecciones, pero de un modo subsidiario, como lo habría sido el PRD en relación con Cárdenas, y no el PRI en relación con Labastida.

Aun así, es justo que el PAN reclame el triunfo y que lo considere como el resultado de la lucha que libra desde 1939, pero sería un error que no supiera reconocer la parte del león que, por propio derecho, le corresponde a Fox en el reparto del poder. No sólo por haber ganado la Presidencia, sino porque el aumento de millones de votos respecto a la elección anterior no puede atribuirse razonablemente a los panistas de siempre, sino a quienes sin serlo se sumaron a su campaña.

Estos ciudadanos provienen de muy diversos sectores del espectro ideológico, y el sentido de su voto debe ser considerado tanto por Fox como por los estrategas del PAN, quienes intentarán transformar la golondrina de julio en un verano permanente. Uno y otros habrán de soportar las presiones de la corriente de aldeana sacristía que aún anda metida en batallas contra los próceres de la Independencia y de la Reforma.

La verdad es que me parece más fácil imaginar a Fox al lado de Juárez, de ese gran retrato que se ha vuelto infaltable compañero del Presidente de la República, que derogando el santoral republicano, sacando las efigies y reliquias de los próceres liberales a la intemperie del Zócalo, y expulsando a sus fantasmas del palacio donde se instalaron desde hace mucho tiempo. Por su propio interés y por el interés de todos, sería preferible que aprendiera a cohabitar con tales fantasmas y con el patrimonio político que nos legaron.