DOMINGO 16 DE JULIO DE 2000

 


* Carlos Bonfil *

Dioses y monstruos

El séptimo Festival de Verano de la Filmoteca de la UNAM ofrece desde el 7 de julio una programación estupenda: once largometrajes proyectados en once salas a lo largo de once semanas. Entre las sorpresas destacan: El viento nos llevará, la realización más reciente del iraní Abbas Kiarostami; La carta, del veterano portu- gués Manoel de Oliveira; El verano de Kikujiro, de Takeshi Kitano, y Comedia de familia (Sitcom), de Francois Ozon, de quien se conoce en México Mira el mar, su cinta más perturbadora.

Dentro de este festival, el Cinematógrafo del Chopo exhibe esta semana Dioses y monstruos (Gods and monsters, 1998), de Bill Condon, basada en la novela El padre de Frankenstein (editorial Anagrama), del estadunidense Christopher Bram. Lo que se describe aquí, con las libertades de una especulación muy imaginativa, son los últimos días del realizador inglés radicado en Hollywood, James Whale, autor de clásicos de horror, Frankenstein (1931), con Boris Karloff; El hombre invisible (1933), con Claude Rains; La novia de Frankenstein (1935), con Elsa Lanchester, pero también de una cinta exitosa, muy alejada de sus trabajos anteriores: la primera Magnolia (Show Boat, 1936), comedia musical estelarizada por Irene Dunne.

Dioses y monstruos inicia su crónica romántica en 1957, el año de la muerte de Whale (Ian McKellen), dieciséis años después de su última realización, El príncipe desterrado (They dared not love, 1941). El cineasta retirado, también pintor en sus ratos libres, hace confidencias muy íntimas a su jardinero, Clayton Boone (Brendan Fraser), quien ha aceptado posar para él. Whale, afectado por una hemorragia cerebral, en pérdida inexorable de su memoria, realiza un último intento por ejercitarla y convoca así imágenes de su juventud en las trincheras de la Gran Guerra, su primer amor masculino, y buena parte del gossip (chismorreo) que en la Babilonia hollywoodense de los años treinta podía acompañar a un director renuente a esconder sus preferencias sexuales. El aura de escándalo persiste en los cincuenta, y en una escena muy divertida, Whale muestra a su jardinero una fiesta de princesas y de reinas, donde aún impera el disimulo y el miedo al rechazo homofóbico.

El director de Frankenstein conserva su vitalidad y chispa humorística, un espíritu travieso que consigue arrancarle a un entrevistador indiscreto, a manera de trueque, un curioso strip poker: por cada pregunta el joven se despojará de una de sus prendas. Con su jardinero, el juego será distinto: el pretendido intento inicial de seducción se encaminará realmente a una súplica de ejecución humanitaria, como sucede en la guerra cuando un amigo herido de muerte implora a otro soldado un tiro de gracia. Este ritual de sacrificio adquiere dimensiones aún más sugerentes cuando el director Bill Condon (también guionista) presenta a Clayton como un segundo monstruo, el Frankenstein inaccesible que no castiga ya la soberbia de un científico loco, sino que se deja fascinar por quien momentáneamente le confiere energía vital, y de cuya suerte al final se apiada.

Hay aquí ecos de otras cintas, de El ocaso de una vida (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, con una estrella retirada y un admirador hechizado por sus recuentos nostálgicos, pero también de la más reciente Amor y muerte (Love and death on Long Island, 1997), donde un académico (John Hurt, formidable) sucumbe a los encantos de un actor de comedias juveniles.

Bill Condon aborda con delicadeza los temas del abismo generacional y del deseo frustrado, del presentimiento de la muerte y del testarudo culto wildeano a la belleza juvenil, del amor no correspondido --el ama de llaves (Lynn Redgrave) y su apego al "pecador sodomita"--, con ecos de Carrington (Hampton, 1995), y finalmente, de la solidaridad afectiva que se desentiende por completo de la mezquindad machista.

Es también notable el trabajo de montaje, que incluye escenas de películas de Whale, evocaciones en flash back de las fiestas nocturnas en la residencia de George Cukor, al borde de una piscina, con efebos salidos de una pintura de Paul Cadmus, y el excelente fondo musical de Carter Burwell. La mejor sorpresa, sin embargo, es la caracterización de Whale a cargo del actor británico Ian McKellen, tan desinhibido hoy en su vida pública como lo fuera el propio director de Frankenstein; capaz, como él, de proferir con ironía inigualable esta frase que el novelista Christopher Bram atribuye al veterano en su charla con un entrevistador joven: "Es usted muy amable en tolerar los vicios de los mayores, como yo tolero los vicios de los jóvenes". Una película sobresaliente.