DOMINGO 16 DE JULIO DE 2000

Ť El árbol de Oaxaca Ť

 

Ť Alberto Blanco Ť

El hombre es una planta celeste.

Platón.

''En México -escribe Italo Calvino en su Colección de arena- cerca de Oaxaca, hay un árbol que según dicen tiene dos mil años. Se le conoce como el árbol del Tule". Este árbol extraordinario no sólo por su longevidad sino por el tamaño de su tronco (42 metros de diámetro; dos metros más de los que tiene el árbol de alto) es un testimonio vivo de ese mundo irremediablemente ''otro'' que vivía en Oaxaca antes de la Conquista y que, en alguna medida, sigue viviendo en nuestros días. El árbol del Tule ya estaba allí ''antes de la Conquista, e incluso antes de que se sucedieran en los altiplanos los olmecas, zapotecas, mixtecas y aztecas". En cierto sentido, la obra de Toledo es un árbol del Tule de las artes visuales.

''Permítanme emplear una parábola -nos dice Paul Klee en su ensayo Acerca del arte moderno- la parábola del árbol". Permítame el lector emplear esta misma parábola, digo yo por mi parte, pues desearía comparar a Francisco Toledo -en su obra en relación con la naturaleza, con la vida y con su propia tierra- precisamente con un árbol: ''De las raíces -las palabras son otra vez de Klee- fluye hacia el artista la savia que lo inunda y que le entra por los ojos. El artista se encuentra, pues, en la situación del tronco. Bajo la impresión de esa corriente que lo asalta, encamina en su obra los datos que le proporciona su Visión".

Al hablar de la obra de Toledo como un árbol del Tule de las artes visuales, estoy dando por sentado que su posición como artista, ''en la situación del tronco", es en verdad privilegiada. Se trata de un artista cuyo tronco, al igual que el tronco del árbol emblemático de Oaxaca, es descomunalmente grande. Esto quiere decir que, por un lado, su capacidad de transmisión de las raíces -la tradición- a la copa, las flores y los frutos -el arte contemporáneo- es enorme; y que, por el otro lado, su capacidad de asimilación y de síntesis de los más variados veneros artísticos le da a su obra unas dimensiones que no con facilidad se encuentran entre las producidas por los artistas de nuestro tiempo.

Ahora bien, las reflexiones de Calvino acerca de los árboles del sureste mexicano que aparecen en la sección de La forma del tiempo dedicada a México no se reducen tan sólo al árbol del Tule: ''Siempre en Oaxaca, otro árbol mexicano extraordinario, pero éste de estuco pintado, en una iglesia dominicana del Seiscientos". La iglesia de Santo Domingo, en el corazón mismo de Oaxaca, exhibe en la bóveda del coro una de las obras capitales de todo el arte novohispano: ''La profusión barroca de las frondas es una redundancia aparente porque el mensaje transmitido está justamente en esa profusión, y no se puede quitar o añadir una hoja ni una figura ni un racimo". Lo mismo podría decirse de la obra de Francisco Toledo, donde la profusión barroca de raíces prehispánicas es redundante sólo en apariencia. Nada sobra nada falta en esta obra multiforme y vasta. Lo que pudiera estar de más lo ha destruido el mismo artista en su celo de totalidad y perfección con un ojo autocrítico ejemplar que a muchos podría parecer exagerado.

Porque Toledo es un artista completo: no sólo construye, también destruye. El proceso entero de los ciclos vitales toca en su trabajo todas las estaciones del camino. Desafortunadamente -al menos para nosotros, espectadores- muchas de las obras que ha destruido Toledo son irremplazables, y albergaban valores dignos de hacerlas perdurar. Pero poco tenemos que decir al respecto. Si el artista ha querido destruir telas, dibujos, grabados y hasta frescos y casas pintadas y decoradas en su totalidad es porque su necesidad interior así se lo ha dictado. Como un árbol que cambia de hojas y se sacude las que están secas cuando ya es tiempo.

Su familia artística -su árbol genealógico- exhibe por partes iguales a Dubuffet y las cuevas de Altamira; a Chagall y el arte de los aborígenes australianos; a las figurillas de Tlatilco y a Klee. Porque si la carga de una obra de arte -su intensidad- se puede medir en función de las contradicciones que es capaz de poner en juego, de asimilar y transformar, debemos concluir que Toledo es un caso excepcional en el panorama de la plástica mexicana, en particular, y contemporánea en general.

Por estas razones en el caso de la obra de Francisco Toledo, más que de influencias habría que hablar de vasos comunicantes, vías paralelas, analogías, correspondencias. A las ya muy publicadas presencias tutelares de Paul Klee, Marc Chagall, Jean Dubuffet y Joan Miró, así como a la cercanía del maestro Rufino Tamayo y del arte prehispánico -por un lado- y del arte llamado ''primitivo" de los aborígenes australianos y del arte rupestre -por el otro-, habría que agregar algunos otros nombres, sin que esto quiera decir que su obra se explique o se entienda por sus fuentes.

Yo comenzaría citando el nombre de William Blake, un artista visionario que Toledo descubrió milagrosamente cuando niño en la pequeña biblioteca de Oaxaca, y cuya presencia -bástenos recordar El fantasma de una pulga- es posible detectar en su obra. No sólo se puede advertir en ambos artistas la primacía de la visión sobre los aspectos constructivos de la obra, sino que, precisamente debido a la nitidez de la visión primera, el desarrollo de la obra requiere de un manejo magistral y esmeradísimo de la herramienta y los materiales que intervienen para lograr que la visión pueda quedar toda en foco.

Luego habría que mencionar las estampas del Taller de la Gráfica Popular que Toledo conoció también desde Oaxaca. Y aquí sería necesario destacar, antes que a los artistas del Taller, al inimitable José Guadalupe Posada, padre fundador de la gráfica en México, cuyas célebres calacas Toledo ha recreado sin cesar. Y si bien no se puede dejar de reconocer que éste ha sido un motivo muy socorrido entre los grabadores del norte de Europa: Durero, Altdorfer y Holbein, por sólo mencionar a los más conspicuos, tampoco es posible negar que -como lo dijera Juan Larrea en su escrito sobre Posada- ''México es ese país extraordinario cuyo tótem nacional, su entidad de origen, parece ser la muerte: el mismo desfiladero, si vale definirlo así, donde el Occidente desemboca".

Malcolm Lowry va todavía más lejos en su desoladora visión de México en general, y de Oaxaca en particular, cuando el personaje central de Bajo el volcán, el Cónsul, se refiere en una carta: ''... a la eterna tristeza del gran México que nunca duerme". Y más adelante agrega: "... me marché a Oaxaca. šNo hay palabra más triste! (...) šHorrores a la medida de los nervios de un gigante!".

Por otra parte es inegable la influencia de algunos pintores y escritores surrealistas con cuyas obras entró en contacto directo desde su primera estancia en París. De entre los primeros destaca, sin duda alguna, Max Ernst; y de entre los segundos, su entrañable amigo André Pieyre de Mandiargues, cuyo texto de 1964 sobre su pintura sigue siendo de consulta obligada:

''La grande y muy grata sorpresa que tuvimos en nuestro primer encuentro con este joven indio zapoteca fue la de descubrir, por fin, una especie de genio de la plástica, comparable en cierto modo con 'la divina facilidad' de ciertos maestros cuyos nombres son tan aplastantes que no osamos ya ni escribirlos ni pronunciarlos. Toledo no es un artista que, a base de empeño, haya dominado su técnica con el fin de convertirla en el oficio de su vida. Y decir que nació extraordinariamente dotado, no basta tampoco, ya que el don se confunde con la originalidad y, a menos de estar dotado, nadie sería capaz de producir obras de alguna trascendencia. Más bien, se diría que dedicó su vida totalmente a la forma, como quien se dedica a una religión tiránica y, sin haber requerido de un largo aprendizaje o de una iniciación, apenas al abandonar la adolescencia, se transformó en una especie de sacerdote, de monje o de mago de la forma.''

Y es que Toledo es un artista contemporáneo de la manera más plena y vital: alguien que trabaja -un poco al modo surrealista- bajo el principio de la asociación libre de imágenes, y en quien sobrevive el recuerdo de inumerables obras, épocas y lugares. En este sentido, en la memoria de su árbol genealógico habría que reservar un lugar muy especial al grupo CoBrA con el cual compartió en ocasiones no sólo espacios, galerías y talleres, sino un afán renovador de libertad en la pintura que supo hallar en el arte de los niños, de los pueblos ''salvajes" y de los alienados una fuente inagotable de riqueza visual.

Por último habría que mencionar sendos caminos paralelos: Tàpies y el informalismo matérico catalán, así como el arte povera italiano cuyas texturas son análogas a las de Toledo. Pero intentar ofrecer una descripción completa de los ecos, influencias, analogías, concomitancias o paralelismos que exhibe la vasta obra del maestro juchiteco equivaldría prácticamente a hacer un recorrido completo por la historia del arte, pues -como sucede con todos los grandes artistas- la memoria (en este caso visual) de Toledo es prodigiosa.

Recapitulando: si Toledo fuera un árbol, yo diría que las hojas más nuevas, las más relucientes de su arte, se internan atrevidas en el siglo XXI, mientras que sus raíces se hunden en la tierra nutricia del paleolítico superior. Porque enfrentarse con la obra de Francisco Toledo implica mantener -como en la célebre canción de Neil Young- siempre una rueda en la cuneta y otra en la carretera. No se le puede considerar un artista tradicional, un artista que actualiza los mitos, leyendas y consejas de su comunidad -una comunidad que, a pesar de todo y contra todos, conserva muchos rasgos tradicionales- sin tomar también en cuenta que se trata de uno de los artistas más sofisticados y sorprendentes del arte contemporáneo.

Un artista visual cuyas fronteras se pierden en el horizonte de los tiempos, y cuyas habilidades -como en una curiosa rencarnación americana del mito del dionisiaco rey Midas- transforman en oro para la pupila todo lo que toca: obra luminosa, abundante, cuyas frondosas ramificaciones se extienden en todas direcciones y arrojan una sombra profunda y fresca, plantada firmemente en el centro del patio de su casa natal.