SABADO 22 DE JULIO DE 2000

 

* Ilán Semo *

La historia abierta

La noción de transición es ambigua. Los historiadores tradicionales la empleaban para designar el paso de un régimen social, político e institucional a otro sustancialmente distinto. Las revoluciones pacíficas que derribaron a las dictaduras de Portugal y España en los años setenta le dieron un significado diferente. La transición se volvió un sinónimo del tránsito gradual de un sistema autoritario a uno democrático, guiado por un pacto civil entre las fuerzas del viejo régimen y las del nuevo orden. Es decir, un cambio circunscrito a la esfera política. La historia de las transiciones muestra que ninguna de estas dos definiciones se ajusta a la realidad. La muerte de Franco trajo consigo una serie de cambios en el sistema de representación política que desembocaron en reformas sociales e institucionales. En una década y media, España encontró una vía gradual hacia el mundo moderno. La clave de este proceso fue una alianza entre la monarquía y la izquierda. La monarquía veló por la lealtad del ejército y de la burocracia franquista al proceso democrático; la izquierda propició la edificación de un Estado social. El éxito español se explica no sólo por la consolidación de un régimen democrático, sino sobre todo por la construcción de una sociedad más incluyente. El caso opuesto fue, en cierta manera, el de la Unión Soviética. Las mejores intenciones de las reformas de Gorbachov desembocaron, a diferencia de lo que sucedió en Polonia y en Checoslovaquia, en el marasmo de una sociedad desgarrada por las mafias económicas, las guerras intestinas y la desinstitucionalización de la vida pública. La historia de cada transición es una historia abierta. La de México apenas ha comenzado.

El mandato de las elecciones del 2 de julio fue evidente. Incluso una lectura superficial de sus resultados, muestra a una sociedad que decidió, por lo pronto, poner a prueba su pasado. Es un mandato que habla de un compromiso masivo con la política ciudadana y una apuesta a los partidos políticos como agentes de la transformación de una sociedad que espera más participación y, sobre todo, más inclusión en los saldos de la distribución de opciones y oportunidades. Una política a puerta cerrada, como acostumbra el PAN en sus administraciones, acabaría por secuestrar a este compromiso en la inercia de los laberintos de la burocracia corporativa encargada de apagar las expectativas que provienen de la sociedad. Una política carente de prácticas institucionales, como acostumbra la izquierda, clausuraría la posibilidad de allanar el camino hacia la edificación de un Estado social. Paradójicamente, el referéndum contra el pasado del 2 de julio es también un cuestionamiento a las formaciones que habrán de protagonizar la disputa por el nuevo régimen.

El bloque en el poder que ganó las elecciones del 2 de julio es una fuerza de centro derecha que impone una geografía política radicalmente inédita en la sociedad mexicana. Afirmar que se trata de un simple relevo de la tecnocracia priísta significa desconocer los orígenes de sus lealtades institucionales y de las fuerzas políticas y culturales que le aseguran una autonomía relativa frente al antiguo enjambre del poder. El hecho de que habrá de continuar con la misma po-lítica económica general de la tecnocracia no significa que lo hará de la misma manera. La política económica que impuso la tecnocracia desde finales de los ochenta acabó por desmantelar las bases sociales e institucionales del PRI. Vicen-te Fox y el PAN tratarán de darle una base de legitimidad completamente dis- tinta. Para ello requieren desplazar el centro de la fábrica social del Estado y lo público hacia el mundo de lo privado y lo administrativo. El gerencialismo de Vicente Fox no es un recurso retórico sino una visión, cuando llega a articularla, fincada en otra vía de modernización. Es una vía ligada, paradójicamente, a otra forma de patrimonialismo, el patrimonialismo privado. De estas paradojas está hecha la política mexicana.

De la lectura que realice la izquierda del mandato del 2 de julio depende, en gran medida, el destino de la transición misma. Abusando de la retórica, se podría decir que su futuro se halla en una visión que transforma a la transición democrática en una institucionalización democrática. Es decir, en la gradual democratización de la vida pública en su conjunto. Hoy, esta "revolución" pasa fundamentalmente por la constitución de un terreno común en el que las fuerzas del nuevo orden desarraiguen las prácticas corporativas y den pasos graduales a la constitución de una convergencia que permita avizorar las formas que puede adoptar un nuevo régimen de lo social en México. Es una convergencia inédita, cuyos ejes se encuentran bajo los ropajes más diversos, y que la disputa por la conformación del nuevo régimen habrá de definir gradualmente. Se trata de una política que busca aliados allí donde se combate a las prácticas del viejo corporativismo.