SABADO 29 DE JULIO DE 2000

Ť En todo sentido Ť

Ť Diane Ackerman Ť

La autora del exitoso libro Una historia natural del amor extiende su indagación en este nuevo libro, Una historia natural de los sentidos, que lanza en México editorial Anagrama, con cuya autorización presentamos este adelanto. En esta historia de nuestro contacto con el mundo, Diane Ackerman nos informa sobre los peculiares procedimientos para perfumarse de las antiguas egipcias, el destino del prepucio de Cristo, el papel de las feromonas en el amor y el enigmático y azaroso efecto al cual deben su maravilloso sonido los Stradivarius.

El mundo es un manjar sabroso para los sentidos. En verano, puede sacarnos de la cama el aroma dulce del aire que se cuela con un susurro por la ventana del dormitorio. El sol, jugando a través de las cortinas de tul, les da un efecto de moaré, y la tela parece estremecerse de luz. En invierno, uno puede oír el ruido madrugador de un cardenal arrojándose contra su reflejo en la ventana del dormitorio y, aun dormido, entender ese sonido, sacudir la cabeza con resignación, saltar de la cama, ir al estudio y dibujar la silueta de un búho o algún otro predador en un papel, y después pegarlo en la ventana, antes de ir a la cocina y hacerse una taza de café aromático, ligeramente acre.

Podemos neutralizar momentáneamente uno o más de nuestros sentidos --por ejemplo, flotando en agua a la temperatura del cuerpo--, pero con ello sólo logramos agudizar los demás. No hay modo de comprender el mundo sin detectarlo antes con el radar de los sentidos. Podemos expandir nuestros sentidos con ayuda del microscopio, estetoscopio, robot, satélite, audífono, lupa y todo lo demás, pero lo que se halla fuera del alcance de los sentidos quedará necesariamente ignorado. Nuestros sentidos definen las fronteras de la conciencia y, como somos exploradores e investigadores innatos de lo desconocido, pasamos una gran parte de nuestra vida recorriendo ese perímetro turbulento: tomamos drogas; vamos al circo; recorremos junglas; escuchamos música ensordecedora; compramos fragancias exóticas; pagamos altos precios por novedades culinarias, e incluso estamos dispuestos a arriesgar la vida por probar un sabor nuevo. En Japón, los chefs sirven la carne del pez globo, o fugu, que es altamente venenoso, salvo que se haya preparado con cuidados exquisitos. Los cocineros más refinados dejan la cantidad precisa de veneno en el pescado como para que se coloreen los labios de los comensales y así sepan lo cerca que han estado de la muerte. A veces, por supuesto, un comensal se acerca demasiado, y todos los años hay una cantidad de aficionados al fugu que dejan la vida en medio de una cena.

La modalidad del placer que extraemos de los sentidos varía mucho de una cultura a otra (las mujeres masai, que emplean excremento como fijador capilar, considerarían asombroso el deseo de las mujeres norteamericanas de que su aliento huela a menta), pero el mecanismo con que usamos esos sentidos es exactamente el mismo. Lo más sorprendente no es cómo los sentidos tienden un puente sobre las distancias y las culturas, sino cómo lo hacen sobre el tiempo. Los sentidos nos conectan íntimamente al pasado con una eficacia que no lograrían nuestras ideas más elaboradas. Por ejemplo, cuando leo los poemas del poeta romano Propercio --que describió con gran detalle la respuesta sexual de su novia Hostia, con la que le gustaba hacer el amor en las riberas del Arno--, me sorprende lo poco que han cambiado los juegos eróticos desde el año 20 a. C. El amor tampoco ha cambiado mucho: Propercio promete y suspira como lo han hecho siempre los amantes. Más notable es que el cuerpo de ella sea exactamente el mismo cuerpo de una mujer que viva hoy en St. Louis. Miles de años no han cambiado eso. Todos sus pequeños "lugares" delicados y secretos son tan atractivos y sensibles como los de una mujer actual. Es posible que Hostia interpretara las sensaciones de un modo diferente, pero la información enviada a sus sentidos, y enviada por ellos, era la misma.

Si fuéramos a Olduvai Gorge, donde yacen los huesos de nuestra madrecita, Lucy 2, en el sitio donde murió hace muchos milenios, y miráramos el valle, reconoceríamos en la distancia las mismas montañas que vio ella. De hecho, bien pudieron ser la última cosa que vio Lucy 2 antes de morir. Muchos rasgos de su mundo físico han cambiado: las constelaciones han modificado ligeramente su posición, el paisaje y el clima se han transformado algo, pero el perfil de las montañas sigue en buena medida siendo el mismo que cuando ella estaba viva. De modo que las vería como las vemos ahora. Pues bien, saltemos por un instante a 1940, en Río de Janeiro, a una elegante mansión propiedad del compositor brasileño Héctor Villa-Lobos, cuya música, austera y profusa a la vez, comienza con las formas ordenadas de la convención europea y más adelante explota en los sonidos chillones, jadeantes, inquietos, tintineantes de la jungla amazónica. Villa-Lobos solía componer al piano, en su salón, de la siguiente manera: abría las ventanas que daban a las montañas que rodean Río, elegía una perspectiva para la jornada, dibujaba el perfil de las montañas en su papel pautado y utilizaba ese dibujo como línea melódica. Dos millones de años se extienden entre esos dos observadores en Tanzania y Brasil (sus ojos buscaban un sentido en el perfil de una montaña) y, sin embargo, el proceso es idéntico.

Los sentidos no se limitan a darle sentido a la vida mediante actos sutiles o violentos de claridad: desgarran la real foto- SENTIDOS idad en tajadas vibrantes y las reacomodan en un nuevo complejo significativo. Toman muestras contingentes. Sacan la generalidad de un caso único. Negocian hasta establecer una versión razonable y, para ello, hacen toda clase de pequeñas y delicadas transacciones. La vida lo baña todo como una cascada radiante. Los sentidos transmiten unidades de información al cerebro como piezas microscópicas de un gran rompecabezas. Cuando se reúne la cantidad suficiente de "piezas", el cerebro dice vaca. Veo una vaca. Esto puede suceder antes de que todo el animal sea visible; el "dibujo" sensorial de una vaca puede ser una silueta, o la mitad del animal, o sólo dos ojos, dos orejas y un morro. En las llanuras del sudoeste norteamericano, un punto oscuro a lo lejos puede crear estas asociaciones. O bien la silueta de un sombrero nos hace pensar un vaquero. A veces la información llega de segunda o tercera mano. Un torbellino de polvo a distancia: una camioneta que corre. A eso lo llamamos "razonar", como si fuera un aroma mental.

Un marinero está en la cubierta de un barco, con un par de banderas de señales en las manos. De pronto las levanta, sacude ambas hacia la derecha en un gesto de "llévate-eso-de-aquí", después gira los brazos en redondo, y termina sacudiendo las banderas sobre su cabeza. El marinero es un transmisor de sentidos. Los que lo ven y leen son los receptores. Las banderas son siempre las mismas, pero el modo en que las mueve difiere según el mensaje, y su repertorio de gestos cubre muchas posibilidades. Cambiemos la imagen: una mujer está sentada ante un telégrafo y transmite en código Morse por cable. Los puntos y rayas son impulsos nerviosos que pueden combinarse de diferentes maneras para transmitir claramente sus mensajes.

Cuando nos describimos como seres "sensibles" (del latín sentire, "sentir", del indoeuropeo sent-, "dirigirse a", "ir", de ahí, "ir mentalmente"), lo que queremos decir es que somos conscientes. El significado más literal y amplio es que tenemos percepción sensorial. En inglés existe la expresión to be out of his senses, "estar fuera de sus sentidos", para representar la locura. La imagen de alguien arrancando de su cuerpo, vagando por el mundo como un espíritu desencarnado, parece imposible. Sólo a los fantasmas se los representa como ajenos a sus sentidos, lo mismo que a los ángeles. Liberados de sus sentidos, preferimos decir, sí lo hemos pensado como algo positivo, por ejemplo el estado de serenidad trascendental de las religiones asiáticas. Ser mortales y sensibles es a la vez nuestro pánico y nuestro privilegio. Vivimos atados a la traílla de nuestros sentidos. Aunque ellos nos permitan expandirnos, también nos limitan y restringen, pero debe reconocerse que lo hacen hermosamente. El amor es también una hermosa restricción.

Necesitamos volver a sentir las texturas de la vida. Gran parte de nuestra experiencia en la vida norteamericana del siglo XX es un esfuerzo por apartarnos de esas texturas, para caer en una rutina de desnudez, simplicidad, puritana solemnidad, despojada de todo lo que pueda parecer sensual. Uno de los grandes "sensoriales"1 de todos los tiempos --no Cleopatra, marilyn Monroe, Proust, ni ningún otro de los voluptuosos clásicos-- fue una mujer disminuida que carecía de varios sentidos. Ciega, sorda, muda, Helen Keller tenía sus restantes sentidos tan finamente sintonizados que, cuando ponía las manos sobre la radio para gozar de la música, podía captar la diferencia entre los bronces y las cuerdas. Escuchaba las coloridas y nostálgicas historias de la vida a lo largo del Mississippi de los labios de su amigo Mark Twain. Escribió extensamente sobre los aromas, gustos, texturas y sensaciones de la vida, que exploró con la voluptuosidad de una cortesana. A pesar de estar incapacitada, pocas personas de su generación tuvieron una vida tan plena como la suya.

Nos agrada pensar que somos criaturas magníficamente evolucionadas, con nuestro traje y corbata, gente que vive a muchos milenios y muchas circunvoluciones mentales de distancia de la caverna, pero nuestros cuerpos no están tan convencidos de ello. Podemos darnos el lujo de estar en la cima de la cadena alimentaria, pero nuestra adrenalina sigue fluyendo cuando nos enfrentamos con predadores reales o imaginarios. Incluso alimentamos ese miedo primordial yendo a ver películas de monstruos. Seguimos marcando nuestro territorio, aunque ahora a veces lo hacemos con ondas de radio. Seguimos luchando por la posición y el poder. Seguimos creando obras de arte para realzar nuestros sentidos y sumar más sensaciones aún al mundo ya lleno de ellas, de modo que podamos anegarnos en el lujo inagotable de los espectáculos de la vida. Seguimos aferrándonos con doloroso orgullos al amor, el sexo, la lealtad y la pasión. Y seguimos percibiendo el mundo, en toda su móvil belleza y su terror, allí mismo, en el latir del pulso. No hay otro modo. Para empezar a entender la magnífica fiebre que es la conciencia, debemos tratar de entender los sentidos: como evolucionan, cómo pueden expandirse, cuáles son sus límites, a cuáles hemos puesto un tabú, y qué pueden enseñarnos sobre el fascinante mundo que tenemos el privilegio de habitar.

Para entender, tenemos que "usar la cabeza", es decir, la mente. En general, se piensa en la mente como algo localizado en la cabeza, pero los últimos hallazgos en psicología sugieren que la mente no reside necesariamente en el cerebro sino que viaja por todo el cuerpo en caravanas de hormonas y enzimas, ocupada en dar sentido a esas complejas maravillas que catalogamos como tacto, gusto, olfato, oído, visión. Lo que deseo explorar en este libro es el origen y la evolución de los sentidos, el modo como varían de una cultura a otra, su amplitud y reputación, su folklore y ciencia, los idiomas sensoriales que empleamos para hablarle al mundo, y algunos temas especiales que espero que inspirarán a otros "sensoriales" como me inspiran a mí, y harán que aun las mentes menos extravagantes se detengan al menos un momento y se maravillen. Inevitablemente, un libro de tales características se vuelve un acto de celebración.

 

1Es decir, alguien que goza con las experiencias de los sentidos. Un "sensual", en cambio, es alguien interesado en gratificar sus apetitos sexuales.