DOMINGO 30 DE JULIO DE 2000
* Javier Wimer *
La derrota y la quiebra
En las elecciones de julio el PRI fue derrotado políticamente y entró en una fase de virtual quiebra financiera. La pérdida de la Presidencia de la República significa que dejará de ser un partido de Estado y que dejará de percibir los ingresos diversos que dicha condición le ha procurado.
De hecho, su penuria económica viene de lejos. De los días en que los subsidios comenzaron a mermar debido a la adoptación de una política de media distancia entre el gobierno y su partido, a la aplicación de normas más definidas en materia de financiamiento para los partidos y, sobre todo, a la baja de las certidumbres en el triunfo de los candidatos oficiales.
Los patrocinadores y los clientes, los proveedores y los empleados comenzaron a abandonar el viejo barco. Se desplomó la arboladura ideológica, accidente poco grave si se considera que hay muchos especialistas en su reparación, y también se desplomó la arboladura financiera. Esa que ampara los grandes planes y proyectos, esa que garantiza el funcionamiento cotidiano de la maquinaria, esa que hace posible el pago de las rentas, de los servicios esenciales y de los salarios de los trabajadores
Por tal motivo, resulta extraño que haya tan pocas referencias a un asunto que es clave, en el corto plazo, para evitar el deterioro del patrimonio físico y de la organización del PRI y, en el mediano plazo, para definir su proyecto de reconstrucción. No es asunto menor saber de qué y de quiénes se tendrá que vivir.
Se dirá que es más noble y trascendente hablar de la función del partido, de los grandes proyectos ideológicos y estratégicos que proponen sus dirigentes, que referirse a esas minucias de cocina y bodega. Pero no es posible imaginar la naturaleza y rumbo de una organización política sin conocer cuáles son sus fuentes de ingreso.
Los recursos del PRI procedían mayoritariamente del gobierno y de organismos sociales y privados aunque, en rigor, las aportaciones de estos últimos también tenían un origen gubernamental en la medida que formaban parte de un mecanismo de poder y de complicidades que, por antiguas, tienen un carácter casi institucional.
Ahora estos subsidios son especies en vías de extinción en el ámbito federal aunque siguen existiendo en el local.
Para su operación actual, el PRI cuenta con un buen subsidio legal y con un nutrido contingente de partidarios que ocupan posiciones de poder y que podrían contribuir a su sostenimiento. Pero es poco lo que se puede conseguir por vía de las aportaciones voluntarias. Resulta difícil imaginar que dirigentes y funcionarios paguen por hacer un trabajo por el que antes cobraban.
La excepción son los gobernadores y algunos presidentes municipales, cuyos presupuestos admiten discretos desvíos y cuya red de relaciones permite canalizar recursos de empresarios asociados a su gobierno. Por eso serán ellos quienes decidirán, en última instancia, el destino del PRI.
De aquí al cambio de sexenio seguirá funcionando el atenuado e incluso controvertido poder del presidente de la República pero después se desvanecerá la figura del patriarca y se perderá el centro en torno del cual ha girado, desde siempre, la vida del partido.
El asesinato del presidente electo, Obregón, exacerbó las pugnas de la familia revolucionaria y abrió una de las mayores crisis de nuestra historia contemporánea. El país se encontraba atrapado en el conflicto cristero y las complicaciones de la sucesión presidencial anunciaban la inminencia de una extendida guerra civil. Calles hizo de la necesidad virtud y aprovechó la circunstancia para emprender, en el verano de 1928, un ambicioso plan de reformas del Estado que culminaría con la creación de un partido que aglutinara todos los movimientos y organizaciones revolucionarias.
El Partido Nacional Revolucionario se presentó entonces como una alianza contra el caos, como una avanzada de las fuerzas que pugnaban por el establecimiento de una civilizada democracia. México podría pasar, como diría Calles en su último informe presidencial, de la condición histórica de país de un hombre a la de nación de instituciones y leyes, pero el PNR, el PRM y el PRI nunca llegarían a ser guías del cambio, sino meros instrumentos de los designios presidenciales.
Más contrastes que semejanzas existen entre aquella y esta crisis. El PNR, con todos sus pecados de origen, fue resultado de un proceso de integración mientras que el PRI de nuestros días se enfrenta a fuerzas centrífugas de grandes proporciones. Sus menguadas huestes perdieron su principal fuente de autoridad y su principal garantía de financiamiento; perdieron el rumbo y los instrumentos de navegación.
Dichas huestes no podrán mantener la unidad perdida si no logran la difícil hazaña de conciliar los planteamientos de los reformadores doctrinarios con los de los partidarios de una restauración caciquil, de un orden interno fundado en cuotas de poder y de dinero.
Tiene el Revolucionario Institucional un considerable descrédito pero también una rica experiencia política que puede servir para crear o recrear un verdadero partido, con verdadera ideología y con verdadera militancia.
Es de interés nacional que el PRI saque conclusiones pertinentes de su derrota y que participe en la reconversión de nuestro régimen político. Sus dirigentes podrían comenzar, en mi opinión, por hacer un inventario de sus bienes terrenales, por relacionar ingresos con gastos y, en un acto de humildad extrema, renunciar a planes y obras de la desmesura que caracteriza a su edificio de Insurgentes.