DOMINGO 30 DE JULIO DE 2000

Un 26 de julio

 

* Néstor de Buen *

No es el 26 de julio que muchos pueden imaginar. Este, de importancia especial para un puñado de españoles, se remonta al muy lejano año de 1940, fecha en que el barco de la Compañía Trasatlántica Francesa, el Saint Domingue, llegaba a Coatzacoalcos, Veracruz. El ingreso al río, me recordaba Jorge, mi hermano, en una comida en su casa para conmemorar tan importante aniversario, se produjo alrededor de las seis de la mañana.

El calor, puede imaginarse, era notable. Y los 500 y pico de españoles republicanos, concepto genérico que incluía todo tipo de ideologías de izquierda y el puñado de francomexicanos embarcados en Martinica, que regresaban a México, aún de uniforme militar después de la derrota de Francia, iniciaríamos los trámites migratorios alrededor de las once de la mañana para bajar a tierra, entre marimbas, banderas y el afecto desbordado y evidente de mexicanos y españoles que nos recibían.

El viaje, con otro barco mayor, pero no mucho, el Cuba, se había iniciado en Burdeos, a donde los De Buen llegamos, yo diría que casi de milagro, en el último o penúltimo tren que salió de un París a punto de ser ocupado por los alemanes. Dos días durmiendo en un pajar y la subida al barco con un visado familiar para República Dominicana; expectativas de zarpar y ya el miedo a los posibles submarinos alemanes. Una madrugada de fines de junio, el inicio de un viaje accidentado y novelero, cuya primera escala fue Casablanca. Allí estaba la flota francesa, escondida y derrotada. No desembarcamos y de allí pegamos el brinco a Saint Thomas, a cuya bahía llegamos el 4 de julio, fecha importante para una islita estadunidense. Era, nada menos, América.

La siguiente etapa fue la isla de Guadalupe, con un recibimiento a distancia de la población negra, cordial y solidaria con los refugiados españoles, que sufriría la no tan cordial agresión de las tropas francesas encargadas del orden.

Ciudad Trujillo, la capital dominicana, la vimos desde la bahía. El señor dictador no nos dejó desembarcar en donde era el punto de destino. Los De Buen pudimos hacerlo porque teníamos visados, pero nuestro padre no quiso separarse del grupo. Empezó la incertidumbre sobre el destino final.

El viaje oficial terminaba en Martinica. Nos dejaron a bordo varios días, ya solos los españoles. Los trámites tuvieron éxito, bajamos del Cuba y abordamos el Saint Domingue en una caminata de unos cuantos metros. México, como destino.

Debíamos andar por los rumbos de Cancún y yo veía en las cartas de navegación un nombre mágico: Puerto México. Y lo imaginaba, sabrosa ignorancia supina, como Nueva York. Me resultó un poco más chaparro.

Para nuestros padres, la angustia de un futuro sin nombre tiene que haber sido espantosa. Para nosotros, Paz, Odón, Jorge y yo (el tercero en la lista), una nueva aventura.

Quince días después, más o menos, en una lanchita con nuestro escaso equipaje, ya solos los De Buen, navegamos, río Coatzacoalcos arriba, a Nanchital. Allí embarcamos en el petrolero Cerro Azul, que en un día y medio de navegación nos dejó en Veracruz, nombre mágico para mí, lector infinito de Emilio Salgari.

Recuerdo muy poco del puerto. Un hotel de la plaza principal, viejo y herrumbroso, nos recibió aquella noche. Al día siguiente, por ADO, hicimos el viaje a la ciudad de México: 2 millones de habitantes, capital de un país de 20 millones, que no podían estar equivocados, según decía un enorme cartel cervecero pegado al edificio Guardiola.

Pasamos varios días en un hotel "Asturias" de República del Salvador, que competía en vejez con el de Veracruz. Y sin esperar uno solo, al siguiente de la llegada, don Demófilo nos llevó al Instituto Luis Vives para reiniciar los estudios. Pocos días después, en Dinamarca 77, departamento 6, iniciamos el camino de la normalidad. Y es que para nuestro padre, cada paso era definitivo. No había que confiar en el regreso. Nunca se lo podremos agradecer bastante.

Como dijo Eulalio Ferrer, compañero de aquellas aventuras, Coatzacoalcos fue el puerto de la esperanza. Y yo digo que esa esperanza, con mil obstáculos en el camino, dolorosos y muchas veces muy difíciles de superar, se cumplió con creces. Gracias, por supuesto, a Lázaro Cárdenas, quien abrió las puertas de México al exilio español. *