MAR DE HISTORIAS

El mal y las medicinas

* Cristina Pacheco *

 

A media mañana Daniel reapareció en el salón de clases con cara de fatiga. Le señalé su lugar y se apresuró a ocuparlo. En vano traté de concentrarme en Celina, que en esos momentos leía su composición. Yo estaba preocupada por Daniel.

Semanas antes empezaron sus faltas. Le dije que de seguir así perdería el año. No me contestó y siguió faltando. Su regreso me dio gusto porque había temido que no fuera a volver. Al terminar la lección le pregunté el motivo de sus ausencias. Contó la historia de su abuela, enterrada en el panteón de San Juan. Sonó la campana. Niños y niñas se pusieron de pie y se acercaron a darle el pésame a Daniel.

"ƑQuieres que hablemos?", le pregunté cuando ya todos se habían ido. Me miró, indeciso. Tomó su morralito de cotín y lo dejó sobre mi escritorio. Salió de prisa sin explicarme qué significaba su gesto.

El resto de la semana fue inútil esperar su regreso. Investigué entre sus compañeros: nadie sabía la causa de su abandono. El domingo, con el pretexto de devolverle su morralito de cotín, me fui caminando hasta el rancho en que vivía Daniel. Una vecina, que paseaba con su recién nacido en brazos, me gritó: "No hay nadie. Se fueron antenoche y no sé adónde".

Daniel no había tenido el valor de informarme que se iba. Su manera de decírmelo consistió en dejarme su tesoro: el morralito de cotín. Era su único recuerdo antes de perderse en la noche.

 

II

 

Los domingos son días de plaza en Tlahui. Los rancheros bajan con frutas, miel, queso, tiras de cecina. Desde temprano se amontonan los compradores alrededor de los puestos improvisados y todo se vuelve como una fiesta. La vi mientras bajaba rumbo a mi casa. En vez de dirigirme hacia allá me encaminé a la escuela.

No sería la primera vez que me amparaba de la soledad refugiándome en mi salón. Sin embargo, al entrar y verlo desierto, me sentí abandonada como nunca antes. Sólo se me ocurrió sentarme en el pupitre de Daniel. Recorrí con los dedos la paleta como si fuese a encontrar un mensaje grabado en la madera. Me levanté decepcionada y en ese momento cayó al suelo el morralito de cotín.

Lo levanté y abrí. Sólo contenía un lápiz y el cuadernito a medio llenar de Daniel. Me horrorizó la idea de que tantas páginas fueran a quedarse vacías. Decidí escribir en ellas la historia que nos contó en su último día de escuela. Al hacerlo escuché de nuevo su voz mientras nos explicaba por qué había faltado tanto.

 

III

 

"Mi abuelita murió el lunes. Estuvo enferma mucho tiempo. En la noche llegó muy poca gente a visitarla. Mi mamá ofreció café. Mi papá se negaba a que enterráramos a mi abuelita, pero al fin tuvo que aceptarlo. Al día siguiente, cuando bajó un poco el sol, la llevamos al cementerio. Mientras el padre Anselmo rezaba, Hilario y Melquiades excavaban la tierra para meter la caja.

"Estábamos junto a mi papá, consolándolo. Parecía tranquilo pero se volvió loco en el momento en que bajaron el ataúd. El padre Anselmo le dijo que no se rebelara contra la voluntad divina. Mi papá respondió que no era responsabilidad de Dios sino de don Librado, el dueño de la farmacia, y que por eso iba a matarlo.

"Me asusté mucho porque cuando mi papá dice una cosa siempre la cumple. Mi mamá lo sabe y trató de calmarlo. Le recordó que los muertos siguen oyendo hasta diez horas después del último suspiro. Por eso no se debe llorar fuerte ni decir cosas feas: los difuntos se van tristes y ya no disfrutan igual de la dicha de encontrarse con Dios.

"El padre Anselmo le dio la razón y regañó a mi papá por impedir que mi abuelita llegara contenta al cielo después de haber sufrido tanto para ganárselo. Es cierto. Mi abuelita sufrió mucho. Lo sé bien porque dormía junto a ella. La primera vez que la oí quejarse me advirtió que si lo decía me iba a tallar la cara con un olote. Me dio risa y a ella también. Pero de todos modos me obligó a jurarle que guardaría silencio. Le pregunté por qué y me respondió que mi padre batallaba catorce horas diarias para alimentarnos y comprarme los útiles de la escuela. ƑCómo iba a pedirle que ahora también gastara en medicinas?

"Mi papá y mi mamá la oyeron quejarse y se enteraron de que necesitaba curación. Me mandaron a buscar a doña Casia. Fue la primera vez en que falté a la escuela. Odio a la señora esa porque le preparó a mi abuela un caldo muy asqueroso. La pobre tenía que beberse medio jarro cada cuatro horas.

 


IV

 

"Ahora me siento mal por la de veces en que tuve que despertarla a medianoche para darle su caldo, que no sirvió de nada. Mi mamá se enteró de que unos doctores iban a estar en San Juan para darle consulta a la población. Mi papá fue y convenció a uno de ellos para bajar a Tlahui a ver a mi abuelita. Ese día tampoco vine a clases. Quería estar en la casa para saber qué pasaba.

"El doctor se tardó mucho revisando a mi abuelita. Al terminar llamó aparte a mis papás. Les reprochó no haber consultado antes a un médico. Mi mamá le contestó que por estos rumbos no hay uno solo. Si lo hubiera, mi papá no habría tenido que molestarlo a él haciéndolo venir desde San Juan.

"Haré todo lo posible para que los encargados de la zona tomen en cuenta a Tlahui', prometió el doctor. Luego les escribió una receta y dijo que mi abuelita podría sanar y vivir unos años más si tomaba esa medicina. Mi mamá preguntó que más o menos cuánto costaría. El doctor calculó que 80 pesos y añadió que necesitaba tres cajas por semana.

 

V

 

"Mi papá y yo fuimos a la única farmacia de por aquí. Don Librado pidió 120 pesos por una cajita con cinco cápsulas. Le dijimos que estaba muy cara, el doctor nos había dicho un precio mucho menor. Don Librado contestó que eso cuestan en las grandes cadenas de las ciudades, pero como Tlahui está muy lejos de todo, él tenía que ir a comprar las medicinas a México y gastaba mucho en los pasajes y en los paquetes.

"Regresamos bien tristes porque iba a ser muy difícil tener siempre el dinero para comprar las medicinas de mi abuelita. Mi mamá dijo que no nos mortificaramos tanto: ella iría a trabajar al campo de sus hermanos para ganar un poco más. Me ofrecí a hacer lo mismo y ya menos pude venir a la escuela.

 

VI

 

"Tratamos de que mi abuelita no supiera nada del precio de las medicinas. No sé cómo pero ella se enteró: cada vez que se tomaba una cápsula nos pedía perdón, sobre todo a mí, ya que, según ella, por su culpa iba a perder el año.

"Le prometí que en cuanto se aliviara me pondría al corriente. Eso la animó y se tomó sus cápsulas con más gusto. A las pocas semanas tuvimos que dejar de comprárselas porque los hermanos de mi mamá se fueron a intentar meterse en Estados Unidos y ya nadie quiso ocuparnos.

"Entonces mi papá vendió sus animales y sus herramientas. Con lo poco que le dieron pudimos comprar otras cajas de medicinas. Cuando se terminaron ya no teníamos ni un centavo. Le rogamos a don Librado que nos fiara, pero no quiso.

"Sin que se lo dijéramos mi abuelita se dio cuenta. Nos pidió que ya no la dejáramos sola y nos hizo jurar que no la obligaríamos a beber el caldo de doña Casia. La obedecimos y nos quedamos en la casa mientras ella se iba acabando, acabando."