DOMINGO 10 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť Angeles González Gamio Ť
El gran festejo
Sin duda el gran festejo de los mexicanos es el 16 de septiembre, precedido por el Grito de la noche anterior. Esta festividad se instituyó por decreto de la regencia el 2 de marzo de 1822, para conmemorar el comienzo del movimiento de Independencia. Vale la pena volver a recordar las crónicas del ilustre don Antonio García Cubas, en las que habla de los ostentosos festejos que organizaba Santa Anna, que se iniciaban con una misa solemne en la Catedral, a la que concurrían el Presidente con sus ministros y Estado Mayor, el gobernador del ayuntamiento de la capital y altos funcionarios civiles y militares.
Al salir, la comitiva que constituía el "Paseo Cívico", recorría parte de la Plaza Mayor y se dirigía por las calles de Plateros y San Francisco -hoy Madero- hasta la Alameda; ahí se había levantado un gran templete, desde donde el gobernante y su séquito escuchaban la oración cívica, que consistía en el prolongado y farragoso discurso que decía un comisionado nombrado por el ayuntamiento.
Los primeros años después de la consumación de la Independencia, las palabras del orador solían estar llenas de improperios en contra de los españoles, al grado de que en una ocasión enardecieron de tal manera a la multitud, que tuvieron que sacar atropelladamente los restos de Hernán Cortés del templo del Hospital de Jesús, obra del conquistador, en donde estaba sepultado, ya que la turba tenía la intención de profanar la
tumba.
El alegre desfile que hoy presenciamos tuvo su antecedente en esa lúgubre procesión cívica, en la que todos iban vestidos de negro, participando, además de los funcionarios mencionados, integrantes de los diversos gremios de artesanos, empleados y muchos particulares; si no hubiera sido por la música, con toda seguridad hubiera parecido un entierro.
En la noche del 15 se celebraba un acto en el gran Teatro Nacional -el que destruyó Porfirio Díaz para ampliar 5 de Mayo, que, por cierto, en una época se llamó Teatro Santa Anna. A él asistía la antigua Junta Patriótica y lo encabezaba el Presidente, acompañado de su comitiva, su familia, la aristocracia, algunos poetas y cantantes, y los más ricos de la ciudad. El Himno Nacional recibía la llegada del mandatario; a continuación se leía el Acta de la Independencia y después se intercambiaban discursos con canciones, poesía y piezas musicales.
Hacen notar las crónicas que las piezas retóricas solían ser interrumpidas con copiosas rechiflas para dar paso a la música; también se destaca que en este festejo no participaba el pueblo. Pero al igual que ahora, el Zócalo y sus alrededores se llenaban de puestos con toda clase de antojitos y golosinas propios de estas fechas, así como de banderas, cornetas, sombreros y toda la parafernalia septembrina, que ya desde hace varios días inunda de alegría la antigua ciudad de México, adornada con luces de colores, que en la plaza de la Constitución alcanzan su mayor esplendor. Este año vistosas guirnaldas tricolores adornan los edificios de la plaza, y la entrada de la avenida 20 de Noviembre muestra en foquitos el escudo nacional. En una de las esquinas, aparece el retrato de don Miguel Hidalgo.
Volviendo al siglo pasado, en ese entonces la gente solía adornar sus casas con cortinajes y festones, con guirnaldas de flores y coronas ensartadas en bastones de madera; no faltaban tampoco las banderas tricolores. Muy favoritas eran las luces de bengala, que ahora se han convertido en esos maravillosos juegos pirotécnicos que iluminan toda la ciudad, después del último acorde del Himno Nacional, que hasta la fecha entonan miles de compatriotas unidos por un mismo amor y emoción en el corazón del país: la Plaza de la Constitución.
Previo al acto, vale la pena agasajarse con una sabrosa comida mexicana; un buen lugar es el tradicional restaurante Prendes, ubicado precisamente en la calle 16 de Septiembre, en el número 10. A sus sabrosuras de siempre, ahora añaden sopa de nopalitos y unos enormes y suculentos chiles en nogada. Una novedad: las albóndigas de robalo. Los postres, variadísimos; mi favorito de esta temporada son las frambuesas recubiertas con chocolate blanco.
Si se le hace tarde o la bolsa está enjunta, lo mejor es probar los antojitos que se venden en los alrededores del Zócalo y rematar con unos buñuelos esponjosos bañados con su miel de piloncillo, en todos sentidos... para chuparse los dedos.