DOMINGO 10 DE SEPTIEMBRE DE 2000

MAR DE HISTORIAS

Recuerdo de Veracruz

Ť Cristina Pacheco Ť

 

Claudia se apoya en la puerta y se queda escuchando el motor del automóvil que se aleja. Cuando al fin se desvanece por completo, ella lanza un gemido breve. Luego sonríe y se golpea la frente mientras repite: "Vieja tonta, vieja tonta, vieja tonta".

Apenas tiene tiempo de hacerse a un lado para evitar el golpe de la puerta que abre el nuevo vecino. Su saludo se confunde con la disculpa que ella murmura: "Perdón". El dice: "No, al contrario", y se apresura a subir la escalera. Su mujer sale a recibirlo: "ƑCon quién hablabas?" "ƑYo? Con nadie". Luego, todo es silencio otra vez.

Claudia suspira aliviada. Se quita los zapatos y camina zigzagueando por el corredor. Ver la puerta amarilla de su departamento recrudece la sensación de abandono que comenzó a agobiarla desde que Ricardo se despidió, sin aclararle si se verían mañana o cuándo. Claudia oye pasos en la escalera. La idea de responder al saludo de otro vecino le repugna. Para escapar, abre su bolsa y mete la mano en busca de las llaves.

No las encuentra entre el cúmulo de objetos que guarda. Piensa que tal vez las haya dejado en el coche de Ricardo. De ser así tendría un magnífico pretexto para llamarlo a su celular. Estudia lo que dirá: "Mi amor, siento molestarle, pero Ƒqué crees? Olvidé mi llavero en el asiento. ƑMe lo traes, porfa?". Antes de que pueda imaginarse la contestación de Ricardo, sus dedos tropiezan con el llavero, "Recuerdo de Veracruz".

 

II

 

"Cierra los ojos. No los abras hasta que yo te diga. Quiero ver tu carita cuando conozcas el mar". Esa fue la primera frase que Ricardo pronunció el día en que llegaron a Veracruz. Claudia la repite con devoción. En prueba de fidelidad agrega la fecha: "sábado 11 de marzo".

Seis meses la separan de aquel día y aún cree sentir en los párpados la mano tibia con que Ricardo le mantuvo cerrados los ojos hasta que consideró oportuno que viera la maravilla: "Allí tienes tu mar. Te lo regalo. Es todo tuyo". Claudia aspiró una bocanada de aire salado y se arrojó a los brazos de Ricardo. Permanecieron en silencio, envueltos por el rumor del oleaje nocturno. Al fin él le recordó que los esperaba un cuarto con una cama de la que no tendrían que levantarse precipitadamente: "Es nuestra noche". "La primera de lo que nos resta de vida", dijo ella, y corrió hacia el automóvil.

En el hotel Claudia le confesó que nunca antes había sido tan feliz. El le acarició la cabellera enredada, húmeda, y le preguntó: "ƑNo tienes hambre?". No era la frase que ella esperaba oír pero sonrió. Ricardo abandonó la cama de un salto: "Son las nueve. Vamos a cenar". Claudia se incorporó, complacida de saber que la luz que entraba por la ventana caía sobre su pecho desnudo: "ƑY por qué no pedimos que nos traigan algo al cuarto?". Desde el baño escuchó la voz de Ricardo asordinada por el rumor de la regadera: "Estamos en Veracruz. Hay que ir a los portales. Te gustará. Los fines de semana el ambiente se pone buenísimo".

Claudia se dejó caer en la almohada, inquieta por la tentación de preguntarle a Ricardo cuántas veces había estado en Veracruz y con quién. Sus temores desaparecieron cuando oyó una orden provocativa: "Ven, el agua está riquísima; además, quiero bañarte". Antes de obedecer Claudia se detuvo frente al tocador. Se miró las ojeras profundas. "ƑQué esperas, muñeca? šVen!".

Eran las once cuando bajaron a los portales. Se escuchaba música de arpa y guitarra, tal como Claudia había soñado que ocurriría cuando Ricardo empezó a seducirla con la idea de que huyeran a Veracruz. Para esas fechas sus hijos, Carlos y Berta, ya se habían ido a vivir con su abuela materna para escapar de sus constantes pleitos con José, quien a su vez estaba a punto de refugiarse con un matrimonio amigo solidarizado con él.

El mesero les asignó una mesa central, bien iluminada. Ricardo lo consideró una gentileza: "Cree que somos recién casados". Luego la besó en los labios con tal apasionamiento que un grupo de turistas, achispado por los muppets y las cervezas, aplaudió. Claudia se sintió cohibida. Ricardo, en cambio, se entusiasmó y levantó su cuba en dirección a las muchachas. "This is our honeymoon. We are very, very happy". Las extranjeras soltaron una carcajada y cuchichearon. "ƑQué dirán?", preguntó Claudia. "Lo único que pueden decir: que eres la más linda de todas. Vente, vamos a bailar".

Durante unos minutos atraparon la atención de los turistas, luego otras parejas se les unieron en el baile. Una vendedora de gardenias apareció y Ricardo tuvo la ocurrencia de comprarle todos los ramilletes para obsequiárselos a las turistas. Claudia desconfió de esa galantería. Se sobrepuso para no ensombrecer su felicidad, pero en seguida la enturbió el eco de la sentencia pronunciada por José antes de abandonar la casa: "Oyeme bien: en la primera esquina donde ese tipo encuentre a otra estúpida que le dé todo lo que tú le das, te mandará al diablo". Ella lo insultó. El insistió en enfrentarla a la realidad: "Piensa en lo que estás haciendo. Tienes 37 años, y el padrote ese 23. Eso Ƒno te dice nada?". Ella se mantuvo firme: "Sí: que tengo derecho a vivir mi vida. No quiero morirme sin conocer la pasión". José se dirigió a la puerta y antes de salir preguntó: "ƑPor cuánto tiempo?".

 

III

 

La voz de Ricardo la rescató del mal recuerdo: "Mi amor, te me estás quedando dormidita en el hombro". Claudia intentó justificarse: "No. Cerré los ojos porque no quiero que nada me distraiga de nuestra felicidad. Ojalá dure para siempre".

Ricardo cambió de tono: "Todas las mujeres dicen lo mismo: para siempre. ƑQué no se saben otra?". Al ver la expresión de Claudia volvió a sonreír: "No pongas esa cara, no creas que he conocido a tantas. Además, aunque así hubiera sido, sabes que eres la única. No hay otra dueña del mar".

De regreso al hotel Ricardo insistió en comprarle un llavero: "Recuerdo de Veracruz". Hoy, seis meses después de aquella noche, Claudia sabe que ese objeto, convertido para ella en un talismán, es cuanto resta de sus días felices. Los demás se han convertido en una cacería de miradas, gestos, actitudes. Todo inútil: jamás logra saber si Ricardo la ama ni llega a convencerlo de que acepte su ofrecimiento: "Vente a vivir conmigo". La respuesta es siempre la misma, sólo varía el tono, cada vez más irritado, con que Ricardo la pronuncia: "No soy hombre de casa, no nací para Gutierritos, quiero mi libertad".

Esta misma noche, a la hora de cenar, otra vez abordaron el tema. Ricardo se defendió con el argumento de siempre. Claudia no pudo contenerse: "ƑPero qué tiene que ver eso con que vivamos juntos? Si te lo pido es porque deseo que compartamos la vida entera. No hay nada que me importe más. Por eso dejé a mi marido y a mis hijos". El comentario de Ricardo fue lacónico y brutal: "Ni creas que vas a chantajearme. Esa no es mi bronca. Mesero, la cuenta por favor".

En el trayecto Claudia se volvió seductora. El aceptó sus caricias pero en cuanto llegaron a la casa miró su reloj: "Es bien tarde y todavía tengo que ver a unos cuates". Ella no pudo evitar una sonrisa amarga. El fingió no advertirla, abrió la portezuela y arrancó apenas vio a Claudia meterse en el edificio.

 

IV

 

Claudia entra en su departamento. No enciende la luz: sabe que no soportará verlo vacío. Compara esta sensación con la que experimentaba cuando empezó su romance con Ricardo. Entonces la enfurecía lo contrario: encontrarse allí con su familia: "Carlos, Berta, José". Sabe dónde están todos y sin embargo no puede reunirse con ellos ni hablarles por teléfono.

En la penumbra Claudia se acerca al mueble donde se halla el aparato. Le gustaría destruirlo pero frena su impulso: aún tiene esperanza. Se desploma en el sillón, apoya la cabeza en el respaldo y se cubre los ojos con las manos mientras repite: "No los abras hasta que yo te diga. Quiero ver tu carita cuando conozcas el mar".