Dejo a juicio del lector llegar a mi conclusión de que la enseñanza no sirve para nada. No es que pretenda ser pesimista, sino apenas realista, al exponer el siguiente ejemplo. "Cuando te sientas perdido", predicaba el maestro, "procura entender la cosa a través de las reglas de un juego determinado". Quizás el suyo era infalible; me temo que no así el mío. O es que éste era un poco raro. Consistía en un cuadrado plano de unos seis centímetros con veintitantos cuadritos mínimos en su superficie, uno por letra, que conformaban el alfabeto. Uno de los pequeños cuadrados estaba vacío, y es el que permitía que los otros se deslizaran para arriba y para abajo. El jugador podía ordenar el mecanismo alfabéticamente, formar una palabra o, si era muy hábil o contaba con suerte, hasta configurar una frase; pero, nunca, nunca, lograba nadie dar con una explicación.
No voy a confesar cuántos años llevo tratando de aplicar este juego específico a un sueño que, casualmente, tengo con frecuencia, parecería que recurre, aun con variantes, sólo para probarme que la enseñanza no sirve para nada. O es que no aprendí a extrapolar, según nos invitaba a hacer otro viejo profesor. "Extrapolen", parecía formular, "y entenderán el universo". ¿El universo de nuestra nimiedad?
El sueño es más bien pesadilla. Se trata de una gran casa con muchas entradas, más de las que sus moradores habituales logran conocer y, todas, dan a escaleras que sin excepción son indirectas. El soñador inescrutablemente la recorre de noche y, una y otra vez, va en busca de alguien. Anoche, de mi padre. Y llegué a la cima, pero, apenas alcancé las alturas, me vi a la intemperie. Parecía recordar que, con sólo dar un paso más largo que los otros, llegaría a donde iba. Pero había una niebla tan espesa que me dio miedo caer al vacío, por más que me atrajera. Empecé el descenso aterrada por doble razón, tanto por no haber encontrado a quien buscaba como porque además se perdía de mi vista quien me había precedido en la búsqueda, o quien me estaba acompañando en esta ocasión. ¿Mi esposo, mi hermano, mi sobrino, mi tío?
Abría una de las puertas y un hombre con la cabeza rapada y atravesada por una cicatriz con los puntos a la vista me recibía. Su traje olía a esterilizado. Nunca lo había visto antes, aunque sí a la gente a la que me señalaba con la mano a izquierda y derecha. En carros descubiertos, los monjes desnudos, con la cara abultada por pliegues de carne, y los grupos de otros religiosos de una variedad de religiones, cosa que se podía deducir por sus diferentes hábitos, paseaban, como solían, en silencio, con la impasibilidad de los muertos.
Seguí mi búsqueda de puerta en puerta, sin animarme a subir otras escaleras, temí que la única correcta me volviera a evadir. Me topé con las agencias de viajes usuales, y las acostumbradas escuelas de lenguas, antes de ver volar por una ventana precisamente la ventana de la recámara de mis padres con un espejo en el centro rodeado de polen. Vi cómo la ventana se pegaba contra un muro de ladrillos rojos que rotaba alrededor de un terreno dentro de otro. Quería reír; pero me oía gritar que me devolvieran la ventana. En eso, un terremoto abría la tierra y dejaba lotes de diferentes alturas divididas por zanjas que mostraban hacia lo profundo raíces y tuberías destrozadas. Se olía la tierra mojada. Y aparecía el hombre de tórax cuadrado que me ofrecía no sólo regresarme la ventana-espejo, sino reinstalarla en el marco vacío de la recámara paterna. Lo curioso es que la profesión de este personaje servicial es la de ir tras prófugos de la justicia, y ahora usaba la ventana como escudo a la vez que me devolvía lo que era mío. Había ambulancias, identificadas así: Seguro, Seguridad.
Una vez más, sin que yo me enterara sucedía que mi padre regresaba, en el espacio y en el tiempo, a la casa de familia. Se ve en el sueño cuando, bastante más joven que cuando murió, se desviste en la noche para meterse a la cama donde lo espera mamá. Cuelga el saco en un perchero; se acomoda; pero, aunque me entero, no me entero. En eso consiste la pesadilla, supongo; es como estirar la mano y no alcanzar lo que ves; es decir, es darte cuenta de que lo que ves no está ahí, y, mucho menos, al alcance de tu mano. O es que no en todos los sueños hay un cuadrado vacío que haga posible que se deslicen los elementos que lo componen en el orden preciso para que tú lo entiendas. Por eso digo que la enseñanza no sirve para nada; aplico las reglas del juego y la confusión persiste; extrapolo, y la claridad no llega.