DOMINGO 10 DE SEPTIEMBRE DE 2000

Ť Brillante cierre del Festival Internacional de Jazz


En una clase magistral, Elis Marsalis derrocha sapiencia

Ť Recupera su gloria la Sala de Conciertos Nezahualcóyotl

Pablo Espinosa Ť Con una clase magistral dictada sin palabras, a fuerza de solfa y de teclado, el pianista patriarca Elis Marsalis cerró con brillantez el Festival Internacional de Jazz de la Sala Nezahualcóyotl, pletórica en sus butacas de un público hipersensitivo, en sintonía con todas y cada una de las notas que descrucificaba, en acompasado diapasón, el constructor del gran puente entre tradición y modernidad en el género de la síncopa y de la dicha.

šCuánta sapiencia en un solo pianista! Parte de tal sabiduría, fuente de eterna juventud, es la sana costumbre del señor Marsalis de convivir --en las aulas, en las salas de conciertos-- con jóvenes; de ellos extrae la savia, a ellos infunde conocimientos, con ellos edifica los andamios invisibles con los cuales multitudes ascienden a nirvanas.

Desde el teclado, estela directriz, Elis Marsalis glosó a los clásicos, ejecutó composiciones propias, disertó entre los meandros de armonías de endiablecida sencillez y los pleamares de progresiones rítimicas de pasmosa pulcritud, entreveradas las formas más complicadas de construcción sonora.

Los jóvenes que estuvieron a su lado, haciendo una música celeste, fueron en esta ocasión el saxofonista --25 años de edad-- Derek Douget, el brillante baterista --31 abriles-- Leon Anderson y el maduro bajista Bill Huntington, cuya magia digital se inscribe en el más puro estilo ideado por Eddie Gomez. Alternados los sonidos de conjunto con hondos soliloquios en el piano, el señor Marsalis tejió una alhambra fascinante.

Inició con una pieza propia, clásica suya: Twelve it, seguida del primero de una serie de abalorios nunca atrabiliarios sino siempre bien condimentados con aromas tan sutiles como el humo que vestía: un traje claro que hacía impecable juego con el color de su cabellera, blanca más notoria en su hieratismo de patriarca negro. Esa cuenta del collar de perlas fue Sophisticated Lady, pieza que enunció después en el micrófono como de la autoría de Edward Kennedy, a quien el mundo conoce desde hace un siglo como Duke Ellington.

Siguieron maravillas extraídas del arcón clásico, entre ellas una bella pieza de ballet de Wayne Shorter, ejecutada con la gracia de una partitura de Satie, es decir con la combinación exacta de puerilidad con ironía, aderezado el estilo con dejos impresionistas que dibujaban claramente en el imaginario las obvias referencias a Claude Achiles Debussy, jugando en la playa con su hija de ocho años.

El forro de las butacas se puso chinito, de la misma manera que las epidermis de los circunstantes en el preciso instante en que sonaron los compases iniciales de una pieza entrañable: My favorite things, siguiendo la versión vuelta inmortal por el maestro John Coltrane, de la misma forma que resultó inconfundible el ejercicio de pasticho y glosa personalísima del estilo de Thelonious Monk, o bien las bromitas sagaces del gordísimo genial don Fats Waller.

De entre las piezas de la autoría del señor Marsalis destacó, por el sentimiento en atmósferas ultraterrenas, el homenaje que tituló Friendships, dedicado a los hombres del jazz, amigos suyos por supuesto, que han fallecido en los dos últimos años, suave réquiem que no podía ser continuado en el concierto por otra cosa que no fuera ese blusesazo que enseguida ejecutó, en la fluidez de sus dibujos sónicos, que en ese momento describían, entonces, a la muchacha de cabellos de lino --otra vez el viejo Debussy-- naciendo del mar pero enmarcada en un fresco de Sandro Botticelli.

El secreto del señor Marsalis: la frescura con la que alza el vuelo en los linderos mismos de los intersticios entre el blanco y el negro, que nunca era gris sino matices de Matisse, trazos del Picasso dibujante, frescos impolutos dotados de oro y mirra de Fra Angelico.

Luego de cerca de tres horas de concierto, el señor Marsalis obsequió, a manera de encore recitalístico, una pieza a piano solo que nunca olvidará la piel erizada del butaquerío, exultante de seres humanos más humanos, intensamente angelizados.

šCuánta sabiduría destila el piano de Marsalis! Tantísima gracia escanciada sobre las crismas de un público fervoroso que volvió a abarrotar la Sala de Conciertos Nezahualcóyotl, que ha recuperado, para bien de México, la alta gloria de los buenos viejos tiempos.