Las beatificaciones de los papas Pío IX (1792-1878) y Juan XXIII (1881-1963) han desatado reacciones internacionales abriendo la polémica sobre los pontífices cuya zona común fue convocar al primero y segundo Concilio de la Iglesia católica.
En un primer acercamiento, nos quedamos con Juan XXIII, el Papa progresista de la apertura al mundo moderno. En cambio, las reflexiones comparativas califican a Pío IX como el Papa malo y reaccionario. Equiparar de ese modo, se antoja, además de maniqueísmo simplista, una apreciación injusta. Cuando un escritor tan destacado como Carlos Fuentes así lo aborda, la cuestión adquiere otra dimensión, ya que es indudable su influencia intelectual en la cultura mexicana.
En su artículo "El Papa bueno y el Papa malo" (Reforma, 07/09/00) resalta la naturaleza antimoderna, retrógrada y reaccionaria de Pío IX, Giovanni Maria Mastai-Ferretti; sin embargo, no lo sitúa en su tiempo, exalta hechos sin contextualizar y precipita su adjetivación. Lo mismo hace con Roncalli, "antítesis" de Pío nono, el Papa bueno. Probablemente Fuentes no sabe que este Papa conservador era admirado y un modelo a seguir por el propio Roncalli. Muchos otros intelectuales no perciben que este personaje tan sólo refleja el clima dramático y la postura de la Iglesia católica en un siglo XIX convulsionado por el amenazante avance de la modernidad liberal y por la brutal reacción del anciene regime. Pío IX es hijo de la restauración; es el Papa que pierde los Estados pontificios. Paradójicamente, en su juventud Mastai-Ferretti simpatizó con ideales liberales; sin embargo, ya como Papa, la revolución de 1848 y un atentado le obligan a exiliarse al reino de Nápoles. En 1850, la intervención francesa disolvió la recién constituida República italiana y el Papa vuelve al Vaticano. A partir de entonces se enfrentó a todo liberalismo, tanto en el orden eclesiástico, "contaminado de modernismo", como político. Proclamó el control de la Iglesia sobre la razón, la ciencia, la educación y la cultura en los Estados pontificios y rechazó las demandas de unificación de Italia. Apoyó el ultramontanismo ?postura que afirmaba la centralidad de la Iglesia romana y la autoridad del Papa sobre toda la Iglesia universal. La Iglesia no sólo enfrentaba el desafío de la atomización, fruto de las convulsiones políticas del siglo de las luces, sino que los ideales modernos penetraban la catolicidad, en especial, a sus cuadros intelectuales. Este fue el motivo del Vaticano I: evitar la deriva, enfrentar el derrumbe católico, enderezar la nave bajo un firme y autoritario timón. Por ello su proclama más importante es la exhortación Sillabus. La colección de los errores modernos, editada en 1864, constituye la crítica más aguda y firme de la Iglesia católica a una modernidad hostil y excluyente. Dicho de otra manera: Pío IX es hijo del antagonismo entre catolicidad y modernidad.
Pío IX no era ni bueno ni malo; ubicarlo en esta disyuntiva es injusto, ya que más bien reflejó la puesta en marcha de un operativo defensivo y hasta desesperado del catolicismo acorralado. Desarrolló una teoría crítica sobre liberalismo principalmente, a la que muchos pontífices, aun en el siglo XX, dieron continuidad. Si no lo ubicamos en su momento y en su circunstancia, difícilmente podremos comprender la historia actual de la Iglesia católica. Hay una perfecta continuidad del papa Wojtyla frente al socialismo y ahora contra el neoliberalismo, y Pío IX prepara el terreno para el contrataque que ha venido operando desde la encíclica Rerum Novarun, redactada en 1891 por León XIII.
Entender a Pío IX, ayudará a comprender el permanente rechazo y sospecha que la Iglesia mantiene sobre la modernidad. Si a fines del siglo XIX y principios del XX, la Iglesia persiguió a los liberales, después de la Segunda Guerra Mundial y hasta el actual pontificado persiguió a los socialistas católicos amparados bajo la Teología de la Liberación. En el fondo, liberales y comunistas son hijos de una misma matriz cultural: la modernidad.
Es indudable que la mayoría de los católicos latinoamericanos nos identificamos mucho más con Juan XIII que con el lejano Pío IX. A siglo y medio, sus ideas nos parecen petrificadas; sin embargo, Juan XXIII "el Papa bueno", no era tan bueno. Es el primer Papa fruto de la mercadotecnia católica de los años 60. Los milagros económicos de la posguerra nos presentan la modernidad plausible: el liberalismo doctrinario ha quedado atrás, las corrientes católicas de la apertura se multiplican y permiten a Roncalli, en cuanto abre "las ventanas de la Iglesia", recoger la postura de las vanguardias católicas. El papa Roncalli impulsa el Concilio Vaticano II, pero la verdad puso en marcha un proyecto varias veces aplazado por su antecesor Pío XII. Juan XXIII aparece como el Papa bonachón, abierto, pastor, campesino, espontáneo; nada más alejado de la realidad.
Angelo Roncalli fue sargento durante la Primera Guerra Mundial; tuvo una sólida formación intelectual; delegado apostólico durante más de diez años en Turquía y Grecia. Ahí guardó los más preciados y codiciados secretos del choque político entre oriente y occidente. Y después, en los años 50, fue ni más ni menos nuncio en París, cargo que representa una alta distinción, pero también una enorme exigencia. De tal suerte que Juan XXIII no es ninguna improvisación del Espíritu Santo, no es un accidente de la historia católica sino fruto de su momento y de la imperiosa necesidad de abrir canales de diálogo de una Iglesia rebasada frente a los vertiginosos cambios y sueños de los 60. Roncalli, profundo admirador de Pío IX, jamás hubiera abierto las puertas a la modernidad en las condiciones del siglo XIX; probablemente hubiera actuado de manera similar a su antecesor: ni bueno ni malo, sólo hubiera actuado como Papa defendiendo una estructura que ha perdurado dos mil años.