MARTES 12 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť Teresa del Conde Ť
En el Museo Tamayo
(Segunda y última parte)
Este artículo continúa el anterior, referido a la décima Bienal Tamayo, en el que comenté las obras distinguidas por el jurado. Lo que más llama la atención, de manera positiva ahora, es que artistas ya premiados o mencionados en éste y otros certámenes anteriores, así como los aceptados en el discutido Omnilife sigan participando, pues indica que le conceden prestigio especial. Tales participaciones suelen subir el nivel del conjunto: baste ver el muy buen cuadro de José Castro Leñero (pintor dos veces premiado antes) o el complicado autorretrato, un buen trabajo de exploración, del mayor de los hermanos, Alberto.
En el extremo opuesto está el silencioso lino de Emilio Said. El protagonismo le fue dejado al soporte y esa negación me parece acertada. Said fue seleccionado en las dos versiones del certamen Johnnie Walker. En idéntica situación se encuentra José Ignacio Cervantes Omaña y Rosario Guajardo, representada ésta ahora como en otras bienales Tamayo, donde ya obtuvo premio. Me parece que su actual participación no es atinada y que en general las pinturas abstractas, salvo tres excepciones, resultaron débiles o son producto de discursos reiterados como ocurre con la obra Heridas 99, de Cecilia Rivera, cumplidora como oficio, pero excesivamente semejante a trabajos realizados hará cinco años por Irma Palacios.
En este apartado las obras que destacan corresponden, en primer término, a Fernando García Correa con 180206, una tela cruzada con bandas irregulares en diagonal que parece ser más sencilla de lo que en realidad es y que cuestiona los colores complementarios, los aspectos espaciales y los ritmos.
Su pareja en cuanto a nivel (no a intención) quedaría ejemplificada por la Espiral No. 66, de Davis Russell Birks, una tinta con acrílico sobre lana. José Luis Alonso Mateo participa con frecuencia en los certámenes con sus consabidas anamorfosis dedicadas a personajes de la nobleza y la realeza. La primera vez que me enfrenté a un trabajo suyo (hace algunos años) me interesó bastante pero como sus métodos compositivos y sus recursos de figuración son siempre los mismos, ya no me produce impacto, cosa que se debe a la sobreexposición que he tenido ante sus obras. Si nunca hubiera visto una, no fallaría en apreciarla y eso me hace pensar en que tiene demanda y responde a ella -situación que no me parece pecaminosa- pero que en los salones resulta aburrida.
Los hermanos Antonio y Agustín Castro López gustan de plasmar aspectos citadinos, pintan temas semejantes con distinto pulso: el primero parece recurrir a la ciencia ficción. Se les podría aplicar el término de tardorrománticos. También de vena romántica, abarrocada, en opuesta tónica es el cuadro de Carlos Vargas Pons que rinde homenaje enloquecido a la arquitectura y retablos dieciochescos. Pienso que la pintora Rigui Parra, tan amante de estos temas, podría beneficiarse observando su obra.
Al hacer el recorrido, en cierto momento, me dije švaya! Germán Venegas reaparece. Pero me equivoqué de manera rotunda, pues la pieza es de Yolanda Mora. Esta artista, de gestos vigorosos y fuertes, ya seleccionada en otras bienales, decidió ahora hacer un seguimiento bastante preciso de la fase actual de su colega y no resultó adecuado. Tampoco me pareció convincente que Israel León presentara lo que es casi una glosa en rojo de cierto cuadro de Picasso. Claro que se vale, todo se vale, pero si se trata de un ''homenaje" la intención debió quedar explicitada siquiera por medio del título, como ocurre con las recreaciones de Las Meninas, ahora acompañadas por personajes de los Simpson, con las que participó Armando Romero, premiado ya dos veces aquí y una en el Johnnie Walker.
Fernando Aceves Humana y Luciano Spano están presentes con desnudos de discretas dimensiones. Demuestran que no se necesita hacer algo enorme para destacar en un salón. Cerca de la ubicación museográfica de estos cuadros hay uno que intriga, el autor es Alberto Ibáñez Cerda. Sobre un soporte que simula ser una pintura de interior vieja y deteriorada plantó una Mimí (no la de la Boheme de Puccini, sino la de Walt Disney) a manera de cromo, delineado un trozo de queso como si el fondo fuese un pizarrón. Por lo general ese tipo de incursiones me parecen infantiloides y cansadas, pero con este cuadro sucede lo contrario. Los miembros del jurado recomendaron que se revisaran las bases de la convocatoria para la próximo bienal.
Está muy bien que se haga, siempre y cuando se conserve el fundamento de que se trata de pintura. Salones multimedia hay muchos, bienales de pintura, no. Además se debe el respeto debido a quien la instituyó, Rufino Tamayo.
Como puede verse, sigue y seguirá habiendo artistas que pintan, además de los que cultivan con privilegio este medio.