JUEVES 14 DE SEPTIEMBRE DE 2000

 

Ť Jean Meyer Ť

K.K.K.

K como Kursk, K como Kremlin, K como Katástrofe, sin Kontar la K que se levanta como la torre quemada y torcida de OstánKino, en Moscú. šY pensar que hace tres semanas el presidente Putin ganaba victoria tras victoria, adentro y afuera de Rusia! Con la sola excepción del cáncer chechén, todo iba bien: Ƒlos oligarcas? En cintura. ƑLos gobernadores y los caciques regionales? Derrotados después de una breve resistencia. ƑLa economía? Rescatada por el alza inesperada del petróleo y cierto repunte industrial. ƑLas relaciones internacionales? Putin debutaba con fuerza en el G-7, el club de los grandes, y todos los líderes mundiales se deshacían en elogios hacia el "brillante" presidente ruso. Luego vino el agosto negro.

La tragedia del submarino nuclear Kursk y la muerte de sus 118 oficiales y marineros fue sentida por el mundo entero; luego vino el incendio de la orgullosa torre de televisión en la capital, señalado por el propio presidente como el símbolo de la situación desastrosa de las infraestructuras del país. No me dejaré llevar por la facilidad criticando el estilo personal de gobernar de Vladimir Putin; todo se ha dicho sobre este punto y no deja de ser cierto. Pero así como los errores pueden explicarse por un pasado reciente, por una cultura política heredada, las catástrofes deben situarse en su contexto, es decir en su dimensión histórica.

Tanto el Kursk como la torre de Babel --Ostánkino-- son, como Chernobyl, dinosaurios engendrados por el sistema soviético, monstruos, indiferentes al costo humano y al daño ecológico, para los cuales nunca se pensó en términos de mantenimiento y consecuencias a corto y largo plazo. La Rusia de hoy sufre por culpas que fueron de las dos y tres generaciones anteriores. "Los padres comieron las uvas ácidas y los hijos tuvieron los dientes picados". La incompetencia de los servicios de rescate es sólo comparable a la de los de mantenimiento, lo cual no puede sorprender a quien conoce un poco la historia soviética.

Eso me lleva a otra herencia catastrófica, verdadera bomba de tiempo plantada hace cincuenta, hace ochenta años por el poder soviético en las entrañas de Rusia: la situación demográfica actual. En 1914 Rusia era en Europa un elefante demográfico en crecimiento acelerado; el "material humano" era tan abundante y barato que parecía inagotable como el mismo bosque ruso. Hoy en día tanto el árbol como el hombre están seriamente amenazados de extinción. ƑExagero? Vean las cifras oficiales.

La población de Rusia contaba 148.7 millones en 1992 y 145.5 a principios de 2000. En 1999 la población bajó 0.5 por ciento: menos 768 mil 400 personas. En los dos primeros meses del año, perdió 157 mil 800 habitantes. La esperanza de vida es para el hombre de 59.8 años y para la mujer de 72.2... lo que sitúa a Rusia entre los países más desfavorecidos. La natalidad acelera su picada y los muertos son mucho más numerosos que los nacidos; de 4 millones de concepciones, sólo 1.3 terminan en nacimientos. La tasa de mortalidad es una de las más altas del mundo: 14.7 por mil el año pasado. Para colmo, uno de tres infantes nace con problemas y la situación sanitaria de los niños y adolescentes es mala. Según los expertos rusos, el país necesita un programa masivo y bien pensado para revertir la bajísima natalidad, la altísima mortalidad, para reducir la muerte por alcohol, tuberculosis, sida, tabaco, drogas, suicidios y accidentes.

Mientras tanto, esa situación debilita profundamente a una Rusia literalmente amenazada de despoblamiento. En esas condiciones no hay ni recursos ni tiempo para cultivar nostalgias imperiales. Por lo mismo no hay que tenerle miedo a Rusia, sino buscar la mejor manera de ayudarla.