VIERNES 15 DE SEPTIEMBRE DE 2000

 

Ť Jorge Camil Ť

La rebelión de los caciques

La actitud de los legisladores priístas durante el sexto Informe de Gobierno es preocupante, pero también sintomática del nuevo entorno político. Aplaudieron a rabiar y de pie el estupendo discurso de Beatriz Paredes (la elegante oratoria política mexicana en todo su esplendor), pero le negaron la misma cortesía al Presidente de la República.

Resultaba extraño ver a priístas que contribuyeron a empujar el carro completo del antiguo partido oficial por el despeñadero de la historia mirar de reojo y con desdén a Ernesto Zedillo por su acción republicana del 2 de julio: la proverbial paja en el ojo ajeno... El mutismo priísta fue el ojo por ojo del Poder Legislativo al presidencialismo contemporáneo que, despreocupado de la política y sumergido en la agenda económica, volteaba la mirada hacia el partido oficial con renuencia, cuando necesitaba un tenue manto de democracia para cubrir los más descabellados caprichos presidenciales (y un vehículo para distribuir los jugosos puestos públicos que resultaron, después de todo, la razón de ser del sistema). Pero fue también la confirmación de que la Presidencia de la República era la piedra angular sobre la cual descansaban la estabilidad y la paz social que con justificado orgullo permearon el aplaudido discurso de la diputada Paredes el primero de septiembre. La reacción de los legisladores priístas es, hasta cierto punto, entendible. Lo preocupante son los cotos de poder que florecieron después de la derrota electoral: la rebelión de los caciques. Los campesinos de la CNC (antes sumisos partidarios, siempre dispuestos al acarreo) se separaron del partido, y en forma casi amenazante su líder anunció que "con el nuevo gobierno (se terminaría) el pacto histórico que mantuvo la Confederación Nacional Campesina con el Ejecutivo federal".

Es un hecho que el antiguo sistema jamás logró el control del territorio nacional. Ante una palabra del Presidente temblaban los gobernadores. Y éstos, a su vez, infundían temor reverencial a los presidentes municipales. Pero en muchas comunidades, en la base de la pirámide, los verdaderos señores de horca y cuchillo eran los caciques: gobernadores de facto tolerados por el sistema porque controlaban electores cautivos y grupos de choque dispuestos a hacer proselitismo y a servir de carne de cañón en el momento preciso. El PNR de Plutarco Elías Calles tuvo el visionario objetivo de terminar el conflicto revolucionario agrupando en una misma organización (con apariencia, al menos, de partido político) a todos los jugadores del sistema. Pero los deseos de unidad revolucionaria se frustraron en aquellas regiones del país donde existían cacicazgos poderosos o arraigados que el gobierno tuvo que tolerar. El precio fue la lealtad acrisolada al partido (votos a cambio de impunidad) y la obediencia ciega al Presidente de la República. Se podría pensar que en el México de la globalización y de los tratados de libre comercio los caciques serían cosa del pasado. Pero no, porque la estructura social demuestra, a cada paso, la ofensiva existencia de dos Méxicos paralelos y contradictorios: el México de la miseria y el de la abundancia; el país de las comunicaciones satelitales y el del creciente analfabetismo; la nación comprometida en una sociedad comercial con Estados Unidos y la Unión Europea y el pueblo premoderno gobernado por caciques corruptos y sanguinarios que sobreviven, con prácticas establecidas en la época de la colonia, en hacinamientos urbanos y rancherías a unos cuantos kilómetros de la capital de la República.

De cara a la derrota del PRI, y ante la súbita caída del presidencialismo autoritario, los caciques representan un riesgo considerable para la seguridad de la nación: han quedado a la deriva, dueños absolutos de sus feudos y sus ilegales fuentes de riqueza. Es lógico pensar que, liberados del sistema que los engendró, ya no reconocerán las mismas obligaciones hacia el partido ni acatarán la autoridad moral de un presidente de la oposición. Dos interesantes notas de José Gil Olmos y Víctor Ballinas (La Jornada 11/09/00) revelan los peligros ocultos entre las ruinas del corporativismo desmantelado: millones de afiliados de todas las ideologías y miles de agrupaciones y sindicatos clientelares al garete. Ballinas concluyó que en el estado de México existen 2 mil 800 "organizaciones sociales" dedicadas a "la venta ilegal de predios, el control de los pozos de agua, del transporte, de la basura, de los mercados y del comercio informal".

Volviendo al discurso de Beatriz Paredes sobre los beneficios de la estabilidad y la paz social, ojalá que en un futuro próximo los mexicanos no tengamos que decir con resignación franciscana: el PRI me los dio, el PRI me los quitó.