MIERCOLES 20 DE SEPTIEMBRE DE 2000

 

Ť Carlos Martínez García Ť

 

Enseñoreándose

de Jesús

Sólo pueden sentirse defraudados o sorprendidos por el nuevo documento del Vaticano, Dominus Iesus, quienes creyeron de buena fe o ingenuamente que el papado de Karol Wojtyla estaba tomando en serio a las confesiones cristianas no católicas. El escrito dado a conocer hace dos semanas fue producido por la Congregación para la Doctrina de la Fe (antes Santa Inquisición), y está avalado por la "autoridad apostólica" de Juan Pablo II. La declaración concentra muchas de las ideas del actual Papa dispersas en distintas declaraciones, en el sentido de que la Iglesia católica es la única vía para administrar la acción salvífica de Jesús y, por tanto, lo que le resta a las demas Iglesias es aceptar tal hecho supuestamente ordenado por Cristo mismo.

Desde que asumió el trono católico romano, Juan Pablo II dejó constancia de que su intención era restaurar el poder de su Iglesia frente al mundo contemporáneo. Imbuido de un fuerte sentido de confrontación, fruto de su experiencia en Polonia de oposición al esclerotizado régimen comunista, Wojtyla quiso enfrentar con la misma energía a la sociedad occidental a la que percibía fatalmente desintegrada por la secularización y el hedonismo. Desde los primeros años de su papado dejó plena constancia de que el aggiornamento impulsado en el Concilio Vaticano II (1962-65) por Juan XXIII, y mediatizado por Paulo VI, era un paréntesis que para nada estaba dispuesto a ensanchar. Al contrario, en las subsecuentes encíclicas, exhortaciones y mensajes que fue dando a conocer perfiló claramente su intención de revitalizar posturas preconciliares. En lo tocante a la exclusividad en detentar los medios de gracia depositados por Jesucristo en la Iglesia católica, Juan Pablo II siempre ha sido contundente en su afirmación de que él encabeza el único cuerpo eclesiástico verdadero. Por esto enfocó sus esfuerzos de buscar la unidad cristiana a tratar de convencer a los cristianos separados de Roma de que la misma era posible únicamente si aceptaban la supremacía apostólica del (supuesto, anoto yo) sucesor de Pedro.

En su mensaje dado en ocasión de los 500 años de evangelización en el continente americano, Karol Wojtyla instó a los obispos a defender el rebaño que les había sido confiado de los ataques de los "lobos rapaces". Identificó a estos depredadores con las sectas y movimientos seudo espirituales "causantes de la división y discordia en las comunidades eclesiales" católicas. El año pasado Juan Pablo II entregó en México el documento Ecclesia in America, donde el jerarca católico alerta a su grey para que esté atenta y sepa diferenciar bien entre auténticos "hermanos en el Señor", con los que es posible restablecer ciertas relaciones y diálogos ecuménicos, "de las sectas, cultos y otros movimientos seudorreligiosos". En el apartado 73, titulado El desafío de las sectas, el pontífice romano es tajante al dejar asentada la superioridad de la Iglesia católica con respecto a otras confesiones cristianas --pero no católicas-- que se han "desarrollado en determinadas regiones del mundo", con especial vitalidad en América Latina.

Dentro de la misma sección, Juan Pablo II confronta sin ambages la expansión de los grupos, fuera y dentro de la Iglesia católica, que rechazan la noción de que el Papa es el Vicario de Cristo. Ante tal postura es urgente enarbolar la "convicción de que sólo en la Iglesia católica se encuentra la plenitud de los medios de salvación establecidos por Jesucristo". El mismo camino sigue el escrito confeccionado y hecho público hace poco más de quince días por el cardenal y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, y completamente ratificado y confirmado por Juan Pablo II. Una muestra: "Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica --radicada en la sucesión apostólica-- entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica: Esta es la única Iglesia de Cristo... que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn 24,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18ss.), y la erigió para siempre como columna y fundamento de la verdad (1 Tm 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él".

Diversos cristianos a lo largo de la historia han puesto en duda eso de que Jesús delegó en Pedro su autoridad y el poder de ser vicarios de Cristo a los sucesores del apóstol. De la lectura del Nuevo Testamento no se desprende lo que el Vaticano quiere ver. Tampoco existen evidencias históricas de que la Iglesia cristiana de los siglos II y III hubiera aceptado la supremacía del obispo de Roma en asuntos de fe. Es un hecho político, la "conversión" de Constantino (emperador entre 306-337), lo que fortalece el obispado romano y da pie a lo que el sociólogo francés Jacques Ellul denomina el principio de adulteración de la Iglesia. Porque no disponemos del espacio solamente anotamos que en las últimas décadas se han multiplicado los estudios que rescatan las luchas de individuos y grupos cristianos disidentes de Roma anteriores a la ruptura religioso-cultural que se incubó en los siglos XIV-XV y afloró con ímpetu en la segunda década del siglo XVI con las 95 tesis de Martín Lutero. Un común denominador de todas esas disidencias fue su negativa a aceptar que el obispo de Roma tuviera supremacía incuestionable para regir el cuerpo de creencia y prácticas cristianas. Lucharon contra el exclusivismo papal que, como hoy el documento Dominus Iesus, pretendía adueñarse, enseñorearse, mediatizar a Jesús declarándolo patrimonio único de una sola confesión religiosa.

Concluyo con un fragmento escrito por el franciscano Guillermo de Ockham (1280-1349), que combatió la cerrazón y autoritarismo de tres papas (Juan XXII, Benedicto XII y Clemente VI): "Buscaré la verdad investigando por mí mismo, ya preguntando a otros con cauta solicitud y en tiempo y lugar oportunos... Pero no estoy dispuesto a someter a la corrección de nadie lo que es evidente por las Sagradas Escrituras o por la razón. Tales cosas se han de probar y en modo alguno corregir".