JUEVES 28 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť Adolfo Sánchez Rebolledo Ť
Caminata y (otra vez) retórica nacionalista
La injusta descalificación del marchista olímpico Bernardo Segura desató en el ciudadano común un sentimiento de ira y frustración que trasciende el ámbito puramente deportivo. El viejo patrioterismo que algunos ya consideraban bien muerto resurgió a flor de piel al grito unánime de "nos robaron".
Los hechos son archiconocidos. Una pésima decisión de los jueces nos privó de la gloria de verlo en el podio de los triunfadores, confirmando así la supremacía mexicana en la marcha de 20 kilómetros. Sin duda alguna Bernardo Segura tenía entonces, y tiene hoy, razones de sobra para sentirse defraudado por la conducta de los árbitros de la competencia, sobre todo por la forma tardía y poco elegante, contraria al fair play, como se le marcó la descalificación ante un estadio lleno a reventar, pero de ahí a convertir este asunto meramente deportivo en un tema nacional parece un completo disparate, sobre todo si se ignora la otra parte de las reglas y no puede o no quiere comprobarse que el mexicano no cometió la falta técnica que se le atribuye, desestimando el resultado de la apelación legal que se dará a conocer el primero de octubre.
Si en el primer momento, las encendidas protestas de las autoridades deportivas coincidieron con la legítima indignación de la audiencia, que se sentía víctima de un despojo por demás cruel, luego las cosas comenzaron a desbordarse. Algunos comentaristas televisivos exigieron cortar cabezas ante la sola insinuación de que Samaranch y sus amigos "desafiliaran" a la marcha de las Olimpiadas.
El mismo Bernardo Segura, con irritación comprensible, perdió la compostura que había mantenido en Sydney y se dejó llevar por el ambiente general. Al llegar a México, ante las ávidas cámaras de la televisión pidió al pueblo que se manifestara solidariamente con su causa ante la embajada de Australia para repudiar el fallo y presionar al Comité Olímpico Internacional. Luego, fuera de toda proporción, dijo que mandaría fabricar una réplica de la medalla de oro para colocarla junto a sus demás trofeos y, más tarde, ante los insistentes ofrecimientos de un locutor deportivo, el ex diputado y futuro director deportivo del Distrito Federal, solicitó que se le realizara un homenaje masivo durante "el medio tiempo" de un partido de futbol en el magno estadio propiedad de Televisa.
Pero éstas y otras expresiones son casi inevitables. El drama, si lo hay, es que se repita la misma canción victimista y autocomplaciente que según añeja costumbre se entona luego de cada competencia importante ante el hecho inobjetable de los pobres resultados obtenidos.
No puede ser que sean "los otros" --los jueces escondidos bajo los túneles, el público, la cancha, el clima o malas vibras lanzadas por los adversarios-- los únicos causantes de todos nuestros males. Si, como se ha dicho en estos días, hay "consigna" contra los marchistas mexicanos, entonces en vez de la queja ritual se impone una protesta radical que haga pensar al olimpismo que está cometiendo un grave error, disipando así de una buena vez el prejuicio de los jueces que les hace ver fallas de los atletas mexicanos que sólo existen en su imaginación. Pero si cada vez que un mexicano es descalificado se dice que nos robaron y ahí queda todo, entonces nadie va a creernos en el futuro, por mucho que se echen a volar las campanas gastadas de la retórica nacionalista.
Lo que está francamente mal no es perder una medalla, sino que un país de cien millones de habitantes se sienta realizado deportivamente hablando con el trigésimo primer lugar general de la competencia y haga tan poco para corregir esta situación. Lo que sí es casi un milagro es que nuestros atletas olímpicos se las arreglen para sobresalir y vencer, viniendo como vienen en su mayoría de la más extraordinaria pobreza, como ocurre con nuestros marchistas de excelencia, empezando por Bernardo Segura y continuando con Noé Hernández, el olvidado medallista de plata.