JUEVES 28 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť Olga Harmony Ť
Talkshow
No siempre las obras concursantes, y las ganadoras, del Premio Nacional Obra de Teatro al que convocan el INBA y el estado de Baja California reflejan lo mejor de nuestra dramaturgia, probablemente porque los autores de mayor trayectoria, por diversas razones, no se prestan a un concurso, por importante que éste sea y a pesar de la suculenta cantidad en efectivo que supone. Probablemente sea por eso que muy pocas de las obras ganadoras tengan mayor difusión por no hablar de que sean escenificadas. Esta vez Talkshow, de Jaime Chabaud, el joven dramaturgo por un tiempo alejado del quehacer escénico sí resulta un texto representativo -por lo menos de una generación- y logra un montaje muy lúdico y muy profesional bajo la dirección de Mauricio García Lozano en esta gradual apertura que el Departamento de Teatro y Danza de la UNAM tiene hacia varias voces y diferentes experimentaciones, de lo que debemos congratularnos.
Talkshow es un proyecto que tuvo Jaime (y del que conocí un primer tratamiento) antes de que proliferaran en nuestra televisión esos programas y antes de que se desataran las polémicas acerca de la explotación que el morbo inducido hace de pobre gente. Ya David Olguín, hace bastantes años, había tratado el tema de manera marginal en Dolores o la felicidad cuando los repulsivos programas sólo venían del extranjero y cuando se suponía que eran más cosas de público femenino que otra cosa. La expansión y el éxito de tales programas hacen que en el texto y los acentos de la escenografía la vida íntima del protagonista se confunda, en su imaginación y también en escena, en un deleznable producto televisivo, en un juego muy inteligente en que la realidad virtual es más real para todos que la realidad cotidiana, como si los personajes y los mismos espectadores fueran parte de ese público que atisba las intimidades, reales o no -el que los asistentes sean ''paleros" con un guión asignado es otra discusión- de humildes personas que así tienen sus minutos de inmortalidad.
Alejandro, el protagonista, sufre en verdad del abandono de Elena, su mujer -a quien conserva en fotografía en el congelador- y de la falta de medios a pesar de que otrora hiciera sonados reportajes acerca del EZLN, porque su tendencia alcohólica inhibe su creatividad. Su obligado involucramiento como autor de líneas de talkshows no sólo lo lleva a verse como un sujeto de tales programas, sino que produce en él una extraordinaria catarsis, lo que supuestamente es el real propósito de tales programas, con ''especialistas" al canto. El sufrimiento por Elena se va transformando en el anhelo por una mujer ideal, quizá con la que tropezó accidentalmente y en quien sueña como Cenicienta.
En el texto, la realidad de Alejandro y su amiga Carola, la escritura de los programas y sus relaciones con Anastasia, la productora y Roberto, su ayudante, se mezclan con los sueños del protagonista vistos como un auténtico talkshow en el que participan la conductora y el ''especialista" Dr. Resta Panini. Mauricio García Lozano subraya este desdoblamiento mediante el recurso de volver real lo imaginario y viceversa. Si las escenas con la productora se dan en el mismo cuarto del escritor, con la mujer entrando y saliendo por las diversas puertas empujada su silla oficinesca por su asistente, y el encuentro accidental con la desconocida se llega a ver como un ensueño, la Cenicienta soñada deja efectivamente una zapatilla real. Y los personajes de la historia verdadera se vuelven presencias, Carola o la chica del final, que atisban por el ventanal de lo onírico.
Gabriel Pascal esta vez diseña una escenografía muy sencilla que ambienta el descuido, la pobreza y el abandono en que vive Alejandro, con énfasis al ventanal de la bruma y el sueño. El vestuario de Marina Meza es tan eficaz como acostumbra esta joven diseñadora y el desempeño de los actores es óptimo. El director no sólo hace gala de su ludismo -con gags muy graciosos, como el del televisor que prende y apaga- sino que dota a sus escenas del ritmo necesario, violento y agresivo en las discusiones entre la conductora y el especialista, por ejemplo, tierno y mesurado en algún momento, como es el de la despedida de Alejandro y Carola. Además, es un buen director de actores y sabe elegir muy bien sus repartos. Hernán Mendoza, con su real dolor, sus cómicos desconciertos, es Alejandro. Mónica Dionne reaparece en nuestros escenarios, con su gracia y su buen actuar como Carola. Aída López y Carlos Corona, chispeantes en los dos personajes que encarnan cada uno, la productora y su amanerado ayudante y los argentinos del programa. Y Liliana Flores, como una Cenicienta muy intencionada y poco ingenua, en los desdoblamientos a que la escenificación la conduce.