VIERNES 20 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Gilberto López y Rivas Ť

La Tablada: su vida está en riesgo

El 23 de enero de 1989, un grupo de civiles argentinos, pertenecientes al Movimiento Todos por la Patria (MTP), intentó incursionar en el cuartel La Tablada del Regimiento 3Ɔ de Infantería protestando así por las presiones que sectores militares ultraderechistas y golpistas, como los carapintadas, infligían al gobierno democrático a través de levantamientos mediante los cuales finalmente obtuvieron leyes que garantizaban su impunidad, a pesar de sus actos genocidas durante la dictadura.

Esta acción desesperada por impedir el retorno de los criminales regímenes militares durante el débil gobierno de Raúl Alfonsín tuvo como consecuencia una brutal represión ejercida por 3 mil 600 elementos de la policía de Buenos Aires y del Ejército, que dejó un saldo de 39 muertos, tres desaparecidos, 15 presos condenados a penas exageradas, que incluyeron cadenas perpetuas, cinco que se encuentran con libertad vigilada, dos que cumplen su condena en España, y otros seis perseguidos políticos con orden de captura.

Tanto Amnistía Internacional como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han dado fe de la flagrante violación a los derechos humanos por parte del gobierno argentino, que en última instancia resultó responsable de nueve ejecuciones extrajudiciales probadas, y de la tortura a que fueron sometidos sobrevivientes de la masacre.

Desgraciadamente, el gobierno mexicano también se vio involucrado en esta terrible represión cuando el 28 de octubre de 1997 expulsó de nuestro territorio a Enrique Gorriarán, tras permitir actuar en nuestro país a miembros de los servicios de inteligencia argentina que lo capturaron en abierta violación a la soberanía nacional.

Con la expulsión expedita de Gorriarán, acusado de participar en el ataque al regimiento de La Tablada, el presidente Ernesto Zedillo no sólo incumplió el artículo 33 constitucional, sino también contravino el artículo 22.8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos que "prohíbe la expulsión, deportación o devolución de una persona a otro país, sea o no de origen, donde su derecho a la vida está en riesgo a causa de su raza, nacionalidad, religión, condición social o de sus opiniones políticas".

El 13 de julio pasado, los presos políticos de La Tablada levantaron una primera huelga de hambre de 46 días a cambio de un compromiso formal por parte del presidente Fernando de la Rúa: poner a discusión en el Congreso argentino una ley de amnistía e indulto que les otorgara su libertad. Sin embargo, ni el presidente ni los diputados concretaron su promesa, de tal forma que el 5 de septiembre los presos estallaron una segunda huelga de hambre que ha llevado a por lo menos dos presos a un peligro de muerte inminente.

A los ojos de todo el mundo, y a pesar de que Argentina ha transitado supuestamente a la democracia, quienes hoy ejercen el poder nada hacen para evitar la muerte de aquellos seres humanos, cuya lucha histórica contra la dictadura militar logró que los Alfonsín, los Menem y, hoy, los De la Rúa, estén en el gobierno.

El caso de los presos políticos de La Tablada demuestra que, a pesar de las expectativas democráticas en América Latina, siguen ejerciendo el poder --explícitamente o tras bambalinas-- los mismos enemigos del pueblo, de la justicia y la dignidad a los que nuestra generación se enfrentó desde diversas trincheras.

Hoy en día torturadores y asesinos como Ricardo Miguel Cavallo pueden pasar por respetables empresarios que se codean con ministros y embajadores; asimismo, generales mexicanos genocidas, como Acosta Chaparro, sólo son juzgados por narcotráfico mientras la Procuraduría General de la República olvida su participación, reiteradamente comprobada, en los crímenes de Estado de los años setenta. Muchos de esos asesinos se pasean tranquilamente por las calles de Buenos Aires, de Santiago, de San Salvador o de la ciudad de México con el cinismo que les concede la impunidad de las complicidades del poder oligárquico.

Hay heridas que el tiempo no cierra. Son las heridas de la guerra sucia, de la represión, de los asesinatos y de la tortura. Menos aún se pueden cerrar cuando los gobiernos "democráticos", que han capitalizado a su favor las luchas y batallas populares, no hacen esfuerzos reales por asumir ese pasado y actuar contra los criminales sin leyes de punto final, obediencia debida o amnesia de Estado.

Los ideales humanos por los que se luchó hace dos o tres décadas siguen presentes en quienes consideran la democracia y la justicia social un fin y no un medio declarativo para adornar los accesos oportunistas al ejercicio del poder político. Hay batallas que no han terminado y que, por tanto, jamás abandonarán quienes aún reivindican un compromiso ético en el quehacer político. La libertad inmediata e incondicional de los presos de La Tablada es una de esas batallas que conjugan vida y emancipación.

Otras tantas se irán librando en el camino. Por lo pronto, sirvan estas líneas como un llamado a la solidaridad internacional con aquellos compañeros que están siendo sojuzgados y sometidos, pero no vencidos. Su vida está en riesgo.