LUNES 6 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Harold Zinn Ť *
Una campaña sin clase
Hubo un inusual momento divertido en esta carrera presidencial, cuando George W. Bush (quien ha recaudado 177 millones de dólares) acusó a Al Gore (quien ha recaudado sólo 126 millones de dólares) de apelar a una "guerra de clases". Esto recordó cuando el padre de Bush (Ƒserá esto, acaso, un desorden genético?) acusó al candidato Michael Dukakis de apelar a un antagonismo de clases.
Noté que ninguno de los acusados respondió con un desafiante "sí, en este país tenemos clases". Sólo Ralph Nader se atrevió a sugerir que este país está dividido entre los ricos, los pobres y los nerviosos de enmedio. Este tipo de discurso fue considerado imperdonablemente grosero, lo que le valió ser excluido de los debates televisados.
Hemos aprendido que no debemos hablar de las diferencias de clase en este país. Esto molesta a los líderes políticos. Debemos creer que todos somos una misma familia -yo y Exxon, tú y Microsoft, los hijos de los directivos de empresas y los hijos de los conserjes-, debemos creer que todos tenemos los mismos intereses.
Por eso es que hablamos de ir a la guerra "en defensa de los intereses nacionales", como si a todos nos interesara lo mismo.
Esa es la razón por la que tenemos un presupuesto militar inmenso destinado a salvaguardar la "seguridad nacional", como si las armas nucleares fortalecieran la seguridad de todos y no nada más la de algunos.
Es por eso que nuestra cultura está empapada en la idea del patriotismo, que es vertida en nuestras conciencias desde el primer grado de primaria, cuando comenzábamos cada día recitando el juramento a la bandera: "Una nación, indivisible, con libertad y justicia para todos".
Recuerdo mi confusión ante esa gran palabra: "indivisible", y con razón, con todo y que a los seis años la política no era para mí muy importante. Fue hasta después que empecé a entender que nuestra nación, desde el principio, ha estado dividida por la clases, la raza, el origen nacional; y ha sido azotada por conflictos feroces, sí, de clase, durante toda nuestra historia.
La cultura se esfuerza duramente en dejar esto fuera de los libros de historia, para conservar la idea de un monolítico y noble "nosotros", contra un desdibujado, pero indudablemente perverso "ellos". Esto comienza con la historia de la Revolución Americana, y que se nos mostró en la reciente película El patriota (historia a nivel de kinder llevada a la pantalla para beneficio de millones de espectadores), en la que se nos contó una vez más que estuvimos unidos en una gloriosa batalla contra el poderío británico. La mitología que rodea a los Padres Fundadores se basa en la idea en que los estadunidenses éramos, en efecto, una familia, y que nuestro documento fundacional, la Constitución, representaba todos nuestros intereses tal y como se declara orgullosamente en las primeras palabras de su preámbulo: "Nosotros, el pueblo de Estados Unidos".
Por lo tanto, puede que resulte brusco de nuestra parte informar que la Revolución Americana no fue una guerra surgida de una población unida. Los 150 años que precedieron a la revolución estuvieron llenos de conflicto, sí, conflictos de clase -sirvientes y esclavos contra sus amos, inquilinos contra propietarios, revueltas de pobres de las ciudades para robar alimentos y harina de los mercaderes acaparadores, marinos que se amotinaban contra sus capitanes.
Por esto, cuando comenzó la Guerra de Revolución, algunos colonos la interpretaron como una guerra de liberación, pero muchos otros la vieron sólo como la sustitución de un grupo gobernante por otro. Para los esclavos negros y los indios había poco de dónde escoger ante la alternativa entre los británicos o los estadunidenses.
Los conflictos de clase en la revolución se manifestaron de manera dramática con los motines dentro del ejército de George Washington. En 1781, cuando tras soportar cinco años de guerra (en la que las bajas en relación con la población total del país excedieron a las que sufrió Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial), más de mil soldados de Pennsylvania -en su mayoría originarios de Irlanda, Escocia y Alemania- se amotinaron en Morristown, Nueva Jersey. Los rebeldes habían visto cómo sus superiores recibían salarios generosos y estaban bien vestidos y alimentados, mientras que sargentos y soldados comían bazofia, vestían harapos y no tenían zapatos. Sus oficiales los maltrataban y los castigaban con palizas y latigazos por las mínimas faltas disciplinarias.
Pero, ante todo, protestaban porque querían renunciar a la guerra y argumentaban que sus órdenes de reclutamiento ya habían vencido y se les forzaba a permanecer dentro del ejército. También eran conscientes de que en la primavera de 1780, once desertores de Morristown fueron condenados a muerte, aunque en el último minuto se les suspendió este castigo a todos con excepción de un soldado: el responsable de falsificar autorizaciones para la salida del ejército de cien hombres, y quien fue ahorcado.
Ante el motín de mil 700 soldados (una buena parte de su ejército), el general Washington reunió a los rebeldes en Princeton, Nueva Jersey, y aceptó hacerles concesiones. A muchos de los sublevados se les permitió renunciar al ejército, y Washington solicitó fondos a gobernadores de varios estados para satisfacer las demandas de los demás. Sólo entonces se calmó el frente en Pennsylvania.
Pero cuando estalló un nuevo motín en el frente de Nueva Jersey, perpetrado por sólo unos cientos de hombres, Washington ordenó medidas muy duras porque, según él, existía la posibilidad de que se extendiera ese "espíritu peligroso". Dos de los que llamó "los ofensores más atroces" fueron enjuiciados en corte marcial de inmediato y condenados a morir fusilados. Sus compañeros de levantamiento, algunos de ellos llorando, tuvieron que llevar a cabo la ejecución.
Howard Fast cuenta la historia de los motines en su novela Los orgullosos y los libres (Editorial Little Brown, 1950). Partiendo del recuento histórico clásico hecho por Carl Van Doren en su obra Motín en enero, Fast se centra en la narración del conflicto de clases dentro del ejército revolucionario. Uno de sus personajes, el soldado rebelde Jack Maloney, recuerda las palabras de Thomas Paine y su promesa de libertad y dice que sí está dispuesto a morir por esa libertad, pero "no por ese cobarde Congreso en Filadelfia ni por las finas damas de Pennsylvania vestidas de seda y satín. No por las propiedades de cada sucio terrateniente ni obeso patrón de Nueva Jersey".
Cuando se ganó la Guerra de Independencia, el conflicto de clases continuó en la nueva nación. Los Padres Fundadores crearon una Constitución que habilitaría un gobierno federal lo suficientemente fuerte para reprimir cualquier rebelión generada por sus hijos malcriados. El nuevo gobierno serviría a los intereses de los propietarios de esclavos, comerciantes, fabricantes, especuladores de tierras, y ofrecería a los varones de raza blanca que tuvieran propiedades un cierto grado de influencia, mas no dominio, en los procesos políticos.
La historia de los siguientes 200 años es una historia sobre el control de la nación por parte de una sola clase que, en forma de un gobierno que se encuentra en manos de los ricos, dio enormes regalos provenientes de los recursos de la nación a los magnates ferrocarrileros, a los industriales y a los propietarios de buques.
Durante los primeros años de la Gran Depresión, el historiador Charles Beard escribió ácidos comentarios sobre lo que él llamó "el mito del individualismo rudo", en los que afirmó que los líderes financieros e industriales del país no eran lo suficientemente duros para encontrar su camino en el mundo, por lo que tenían que ser subsidiados y alimentados con cucharillas de plata por el gobierno.
Cuando la clase dominante (había tratado de evitar esta expresión radical y anticuada, pero expresa una verdad contundente y sencilla) se enfrentó a resistencias durante los siglos XIX y XX, por parte de esclavos, trabajadores, granjeros y, en especial, de los pueblos indígenas del continente, tuvo que llamar al gobierno para que empleara a sus ejércitos y sus tribunales para reprimir a los ingratos.
Tradicionalmente, los líderes políticos reaccionan molestos cuando alguien se atreve a sugerir que vivimos en una sociedad de clases, dominada por los intereses monetarios. En un caso así, Eugene V. Debs, opuesto a la Primera Guerra Mundial, aseguró en una asamblea en Ohio que "la clase de los amos siempre ha provocado la guerra y la clase de los siervos siempre ha peleado en la batalla", y esto no podía tolerarse. Fue sentenciado a diez años de prisión, y Oliver Wendell Holmes, ejerciendo el espíritu del liberalismo patriótico, procuró que dicha sentencia fuera aprobada por unanimidad en la Suprema Corte.
Hoy en día, hasta la más sutil sugerencia de que nuestro país está dividido en clases provoca las más furiosas reacciones. Cuando Gore habló amenazante sobre "el gran capital" (mientras se embolsaba enormes cantidades del mismo para su campaña), fue suficiente para que Bush se indignara, pese a que no tiene de qué preocuparse. Gore y Lieberman no representan amenaza alguna para el poderío de los super ricos.
Un reportero de The New York Times, en una rara excursión dentro del "otro Estados Unidos", habló sobre las elecciones con personas de la localidad de Cross City, en Florida y concluyó: "La gente aquí ve a Al Gore y a George W. Bush, y lo que ve es a dos hombres nacidos para el country club, hombres cuyas historias familiares están marcadas por el tintinear de las cucharas de plata. Para la gente de aquí, ambos son lo mismo". Cindy Lamb, cajera en la gasolinera de Chevron y esposa de un albañil, dijo al reportero: "No creo que piensen en personas como nosotros, y si acaso les importamos, no van a hacer nada por nosotros. Tal vez si hubieran vivido en una casa rodante de dos habitaciones, sería diferente".
Una mujer afroamericana, quien trabaja como gerente en McDonald's, con un sueldo apenas superior al salario mínimo de cinco dólares con cinco centavos la hora, dijo sobre Bush y Gore: "Ni siquiera presto atención a nada de lo que dicen esos dos y todos mis amigos hacen lo mismo. Mi vida no va a cambiar".
Las elecciones terminarán pronto, e independientemente de si será Gore o Bush quien termine en la Casa Blanca, la misma clase que siempre ha dominado los sistemas político y económico de Estados Unidos seguirá en el poder. Quien quiera que sea el presidente, al día siguiente de votar enfrentaremos el mismo desafío: cómo atraer a la clase de los que nada tienen -que es una mayoría considerable en nuestro país- hacia esa forma de movimiento social que en el pasado ha conseguido cierta medida de justicia, y logrado que los que están a cargo tiemblen ante la perspectiva de una "guerra de clases".
Un movimiento así, que responda a los retos del nuevo siglo, podría devolvernos una democracia viva.
* El autor escribe la columna Así me lo parece... en The Progressive
Traducción: Gabriela Fonseca