MARTES 21 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť León Bendesky Ť
Otra fiscalidad
Establecer una nueva fiscalidad parece ser uno de los objetivos centrales del proyecto económico de la nueva administración. Ese ha sido uno de los asuntos principales en que se ha ocupado el equipo de transición económica, e incluso la misma designación del próximo secretario de Hacienda gira en torno de ese objetivo. Las diversas adecuaciones a las leyes fiscales que se han hecho en México en años recientes no equivalen a la reforma fiscal de la que tanto se habla, y que el mismo gobierno actual reconoce que no pudo instrumentar por diversas razones, especialmente de tipo político. Y es que el contenido político de una reforma fiscal es crucial.
Desde el punto de vista técnico la reforma es claramente realizable, aunque requiere de un arduo trabajo de adecuación legal y de modificación de procedimientos administrativos y organización institucional. Pero el principal obstáculo es enfrentar tanto los fuertes intereses económicos de ciertos grupos que cuentan con regímenes fiscales especiales, las grandes restricciones sociales de amplios segmentos de la población, y en cuyo caso los impuestos al consumo serán primeramente regresivos, y hasta las diferencias que existen entre las fuerzas políticas, que componen el Poder Legislativo, en donde se necesita establecer acuerdos funcionales para reformar el sistema legal relativo al conjunto del presupuesto federal. El asunto de la reforma involucra, entonces, una serie extensa de asuntos legales y técnicos, pero, finalmente, su realización depende de la capacidad y la legitimidad política del gobierno. Esa será, sin duda, una difícil prueba que tendrá que pasar el próximo presidente, su equipo hacendario y sus operadores en el Congreso.
Hasta ahora parece haber un énfasis en la parte recaudatoria de la política fiscal, y ello es ineludible debido al bajo ingreso público derivado de los impuestos. Incluso la designación de quien esté a la cabeza de Hacienda se basa en la capacidad, la convicción administrativa y la credibilidad que tenga para recaudar más. Los impuestos son, por esencia, un aspecto conflictivo de la organización política y social. Ellos corresponden al establecimiento de un verdadero acuerdo entre la sociedad para ceder parte de los ingresos individuales y de las empresas a favor de algo que debe ser aceptado como un bien común. Ese es, tal vez, el asunto más delicado que tiene que enfrentar la nueva fiscalidad, es decir, establecer las pautas de ese acuerdo que haga aceptable y legítimo pagar los impuestos.
Esta condición está directamente relacionada con el aspecto dual de la política fiscal que pueda transformar el modo de operación de la economía, tanto por el lado de los mercados, como por el de la intervención estatal. Es evidente que la mayor recaudación que requiere el gobierno está asociada con el otro lado de la partida doble de las cuentas públicas, o sea, con el gasto. Y si la capacidad recaudatoria del gobierno es muy baja, lo es también su capacidad de gasto. Por ello ha habido resultados tan desiguales dentro de los supuestos equilibrios macroeconómicos que ha conseguido el gobierno en los años posteriores a la crisis económica de 1995.
La nueva fiscalidad tiene que plantearse desde un inicio en sus dos expresiones: la de los ingresos y la de los gastos. Esto contribuirá no sólo a una mejor definición técnica de la reforma y a sus intrincadas cuestiones administrativas, sino que, fundamentalmente, propiciará el establecimiento de esos grandes acuerdos sociales que serán el único sustento de su legitimidad. El diagnóstico al respecto es muy claro y tiene que ser el comienzo de cualquier debate fiscal que se emprenda en los próximos meses. De ello depende en buena medida, también, la posibilidad de establecer bases más firmes para el crecimiento económico sostenido y capaz de ir mejorando paulatina, pero sostenidamente los niveles de bienestar social en el país.
En un documento reciente del departamento económico de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) sobre el sistema impositivo en México se establece la siguiente premisa: "México tiene por mucho el nivel de ingresos tributarios más bajo entre los países de la OCDE. Como los gastos son igualmente bajos, los resultados presupuestales son razonablemente satisfactorios. Pero la baja capacidad para acrecentar los ingresos de los impuestos limita de modo severo la posibilidad del gasto público, incluyendo aquellas áreas en las que el potencial de rentabilidad social es alto" (Thomas Dalsgaard, documento de trabajo, No. 233, 10 de marzo de 2000).
Esto apunta a lo que de modo repetido se ha dicho sobre la situación fiscal. Se debe salir de esta trampa en la que opera hoy la fiscalidad y que sirve para sostener que las finanzas públicas son sanas porque hay un reducido déficit fiscal. Ese resultado se sustenta en la incapacidad de recaudar y de gastar más con lo que atenta contra la eficiencia general del sistema económico. Habrá salud fiscal cuando las dos ecuaciones de problema presupuestal se resuelvan de manera simultánea. Con ello se abrirá un debate político y técnico más rico que tendrá que ver con las formas de generar un mayor desarrollo.