MARTES 21 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Ugo Pipitone Ť
España, 25 años después
En estos días de noviembre se cumplen 25 años de la muerte de Francisco Franco y la coronación del rey Juan Carlos. Y muchos temas se cruzan en la mente de quien se detenga a pensar. Pero la sensación dominante es la del fin de una pesadilla de horrores en la vida material y espiritual del pueblo español. Entre el comienzo de la guerra civil y la muerte de Franco fueron 40 años en que a Europa le fue negada España: antes envuelta en un fratricidio alimentado por una muy cristiana cruzada antidemocrática y, después, en esa nube de miedo en que medio millón de españoles abandonaban su país, decenas de miles eran fusilados por los franquistas victoriosos y el silencio de la censura y de las depuraciones envolvía el país en una capa plúmbea de uniformidad autoritaria.
Con su muerte, hace un cuarto de siglo, Franco liberó a España de sus delirios arcaicos y desde ahí arranca una experiencia liberatoria que produjo consolidación democrática, mayor bienestar y reinserción europea y mundial. Como muchos han observado, lo único que queda hoy del pasado franquista es su imagen invertida: ETA. Donde pureza, brutalidad e ignorancia se mezclan de otra manera. Alguien, otra vez, se pone afuera de la convivencia democrática y, en nombre de una causa impoluta, produce dolor a toda una sociedad. Y dejemos de lado que en la Cumbre de Panamá, Fidel Castro se haya negado a la condena común de ETA, lo que corresponde más a los desvaríos seniles de un líder sin contrapesos nacionales que a una necesidad real del régimen autoritario cubano. Cuba, "primer territorio libre de América", ha caído desde hace tiempo, como España hace décadas, en las mallas estrechas de los delirios de su patriarca.
España es solamente un caso (brillante, pero uno) de aquello que comúnmente llamamos transición democrática. Exitos similares experimentaron Alemania, Italia y Japón en la segunda posguerra. Y la historia se repite (con otras modalidades y en otros contextos globales) en Chile y Portugal en años más recientes. En casi cada experiencia de superación de antiguos regímenes autoritarios o dictatoriales, asistimos a procesos asombrosos de desarrollo acelerado. A mirar la historia del mundo en el último medio siglo, es evidente que los regímenes autoritarios son incapaces de producir crecimiento de largo plazo. Sólo hay una excepción, si bien gigantesca: Asia oriental. Sólo ahí autoritarismo y desarrollo parecerían haber sido capaces de convivir. Aunque es necesario señalar que las cosas han comenzado a cambiar en algunos países de la región.
Dos elementos descuellan en el cuarto del siglo pasado. Primero: la transición democrática constituye, para los países que la recorren, una extraordinaria oportunidad de poner la casa en orden, lo cual significa construir instituciones confiables y reducir la geografía de la exclusión. España es, en este sentido, el mejor ejemplo del gigantesco recorrido histórico que un país puede cumplir en sólo 25 años. Segundo: por primera vez en la historia mundial del capitalismo, la democracia es hoy valor común a virtualmente todos los países de Occidente. Es obvio que hasta hace muy poco no era así y es igualmente obvio que una convivencia tan estrecha entre capitalismo y democracia no fue el signo dominante de la historia moderna.
Como nunca antes, democracia y desarrollo parecerían ser términos consustanciales en los actuales tiempos del mundo. Y es desde esta perspectiva que la transición (cualquier transición que suponga ampliación de los espacios democráticos) se nos presenta como una oportunidad única para abrir las fronteras externas y volver a mezclar las cartas en forma menos injusta al interior. Transición como una aceleración de los tiempos de la propia historia: como España enseña, justamente.
En el largo plazo una democracia con miseria difundida no es sostenible. Y ahí está el reto verdadero para los países en transición: construir, al mismo tiempo, democracia y bienestar, sabiendo que cualquier grieta en uno de los dos edificios terminará por debilitar la estabilidad del otro.