JUEVES 23 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť LA MUESTRA
El color del paraíso
La cinematografía iraní, hasta hace poco totalmente desconocida en México, ha ganado popularidad y difusión internacional gracias a su creciente presencia en festivales de cine, a su impacto en los medios, a la frescura de su lenguaje y sobre todo al talento de un puñado de directores, entre los que destacan Abbas Kiarostami (El viento nos llevará), Jafar Panahi (El globo blanco, 1995) y Majid Majidi, autor de Los niños del cielo, 1997.
Un tema recurrente en los trabajos de estos realizadores es la observación de la naturaleza y de las relaciones sociales en el ambiente rural iraní capturadas a través de la mirada infantil. Este aspecto es tan finamente desarrollado que en poco tiempo ha sacudido la noción misma de entretenimiento infantil, procurado actuaciones notables de infantes entre cinco y diez años, y planteado una excelente alternativa a la visión hollywoodense de la infancia.
El color del paraíso, el trabajo más reciente de Majid Majidi, enriquece aún más este panorama con la historia de un niño ciego rechazado por su padre. Desde el inicio de la cinta es evidente la facultad del niño de percibir, con inteligencia y sensibilidad extrema, el mundo que lo rodea; su deseo de aprender, su destreza en la lectura en Braille, y sus fascinantes recorridos en los que estudia las voces de la naturaleza, los sonidos de los animales, los rumores del agua y del viento.
A Mohammed lo interpreta Mohsen Ramenazi, actor invidente de ocho años, y el resultado es notable. Con sus gestos y parlamentos muy breves descubrimos las emociones que despierta en quienes le rodean, desde la complicidad afectiva de su abuela hasta el violento dilema moral que vive su padre, un hombre viudo deseoso de iniciar una vida nueva sin la presencia incómoda de su hijo. Hay escenas perturbadoras como aquella en la que el padre ve a lo lejos a su hijo a punto de extraviarse en el bosque, y no hace nada por evitarlo, pareciendo desear incluso un rápido desenlace liberador. Otras sumamente emotivas como el rescate que hace el niño de un ave cría caída de un nido, y que laboriosamente restituye a los suyos trepando por un árbol. En la cinta abundan estas anotaciones, y una a una van precisando el perfil moral del infante, en contraste muy agudo con la pusilanimidad y frustración del padre que lo acompaña.
Como una fábula del aprendizaje y del reconocimiento de la naturaleza y las emociones humanas, El color del paraíso remite a Truffaut y su película El niño salvaje, pero también, de modo muy evidente, al Vittorio de Sica de Ladrones de bicicletas. Es tan aplicada la atención del director a la precisión y justeza de los diálogos, a los detalles y a los sonidos ambientales que, según señala un crítico europeo, incluso un espectador ciego podría seguir de cerca lo que sucede en la cinta y apreciar las atmósferas sugeridas, del mismo modo en que lo vive Mohammed/Mohsen, actor y personaje.
El niño muestra sus diversas y muy imaginativas maneras de apropiarse del mundo, de orientarse por el sonido de un pájaro carpintero, cuyas claves cifradas lo remiten a los ritmos muy ágiles de la escritura en Braille en la escuela de invidentes. Esos sonidos, el reconocimiento de las texturas de las maderas en su nuevo oficio, o la manera en que el niño reconoce con las manos los cambios físicos de una compañera de juegos, son sólo algunas de las gratificaciones sensoriales que ofrece al espectador esta cinta estupenda.
Ť Carlos Bonfil Ť