MARTES 28 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Ugo Pipitone Ť
Argentina: crisis sin inflación
Resumamos la actualidad: una recesión que persiste desde más de dos años, una tercera parte de la población que vive con ingresos inferiores a 300 dólares al mes. A lo cual hay que añadir una de las mayores polarizaciones del ingreso del mundo. Ningún asombro, entonces, frente a la huelga general de la semana pasada. El Fondo Monetario Internacional está a punto de intervenir otorgando un crédito en el orden de 20 mil millones de dólares a cambio de un compromiso de congelación del gasto público y retroceso del sistema público de jubilaciones. Muy comprensible el estado de frustración de una sociedad sin inflación y con graves problemas de pobreza y desempleo.
Menos comprensible es que el nuevo gobierno de Fernando de la Rúa (con un año en el poder) acepte perder el perfil reformador que había prometido a los electores y se repliegue hacia políticas de austeridad sin ideas serias para mejorar, aunque sea en el mediano plazo, una realidad social que podría hacerse incompatible con la permanencia en el gobierno del propio De la Rúa. ƑQué está pasando en Argentina?
Dos corrientes se cruzan en la actualidad. La primera es el desconcierto frente a una propuesta reformadora frustrada que deja el actual presidente con márgenes de autonomía política cada vez más estrechos. La segunda es esa absurda autoinmolación frente al Moloch de la convertibilidad monetaria. O sea, la paridad dólar-peso argentino que hace una década permitió derrotar una hiperinflación (más de 400 por ciento durante los años 80) que, como un huracán, destruía a su paso tanto la economía como las instituciones nacionales. Y recordemos que esto ocurría en un país en que las instituciones ya habían recibido su peor golpe con el salvajismo de un ejército desbocado en medio de instituciones civiles impotentes o cómplices.
La hiperinflación de los ochenta contrajo dramáticamente el mercado interno argentino con precios que dejaban atrás las retribuciones del trabajo dependiente y bloqueaban toda posibilidad de alguna eficiente intermediación financiera. En este contexto, la igualdad peso-dólar permitió derrotar un desorden monetario que amenazaba hundir al país en el caos. La medida fue radical: suponía la pérdida de autonomía en la política monetaria y cambiaria. Pero aquello que sirve también deja de servir, y conservar hoy la rígida paridad cambiaria supone poner una especie de corset tanto a las exportaciones, como al mercado interno (vía contracción del gasto, desempleo y bajas inversiones).
Desde 1996 el déficit externo argentino se hace manifiesto, entre otras cosas, a consecuencia de una artificial sobrevaluación cambiaria que contribuye a mantener bajos los precios en una situación en que la oferta monetaria está virtualmente enjaulada. El hecho de que el combate contra la inflación esté ganado no constituye, sin embargo, un consuelo suficiente. En los últimos años las exportaciones han dejado de crecer, pero las importaciones no han decrecido en la misma proporción, creando así una agudización del desequilibrio externo que obliga a una severa restricción de la oferta monetaria para mantener la paridad cambiaria oficial. Y si a esto añadimos que los ingresos fiscales son apenas superiores a 10 por ciento del PIB, se tendrá una idea de las actuales restricciones y rigideces de la acción económica del gobierno argentino.
El país necesita liberarse del candado monetario que resolvió los graves problemas inflacionarios del pasado y crea problemas muy serios en el presente. A comienzos de los 90 el remedio fue drástico y demostró tener efectos benéficos, pero seguir suministrando la misma pócima cuando los problemas del enfermo son distintos, parece una forma de pereza intelectual y de empecinamiento ideológico. Sin considerar la otra forma de autolesionismo, que consiste en quedar sin aliados a la izquierda justo en el momento en que la falta de ideas y de voluntad reformista obligan a De la Rúa a políticas de austeridad con apoyo del FMI.