DOMINGO 3 DE DICIEMBRE DE 2000

 

Ť Rolando Cordera Campos Ť

Adiós al discurso

Con sendos discursos, Vicente Fox terminó el pasado día primero su campaña por la Presidencia de la República. Ahora, como él mismo advirtió, viene lo bueno.

Pocos reparos pueden po-nerse a un mensaje bien facturado al estilo antiguo. Salvo por la introducción nunca resuelta de temas de fondo, como el del cambio de régimen, los rubros tocados por el presidente Fox corresponden a la agenda previsible de toda toma de posesión presidencial. Si acaso, el reiterado compromiso con la justicia social, así llamada por él de manera explícita, es lo que habría que resaltar como novedoso o relevante. Destacar la cuestión social como lo hizo Fox en San Lázaro no es poca cosa en este mundo (in)feliz que quisiera dejarnos el gobierno que se fue.

Los países y sus Estados han dedicado lo mejor de sus esfuerzos a sobrevivir como tales, en medio de un mundo tormentoso e impredecible. Un mundo sin control, lo llamó hace más de cinco años Brzezinski, el asesor de seguridad nacional del presidente Carter. Un mundo desbocado, lo apellidó el entusiasta globalizador Anthony Giddens recientemente. Mundo salvaje y nuevo, podría haber dicho de él Aldous Huxley. Turbulento y azaroso, desconocido y hostil, el globo se unifica y se vuelve ajeno a medida que la economía se despliega como una entidad universal que desconoce fronteras y devasta leyes y constituciones.

Este es el mundo en el que México tiene que vivir y probar su democracia. Este es el campo de juego donde Fox y el PAN, pero también el resto de los jugadores del poder que busca renovarse con la democracia, tendrán que probar capacidades y proyectos, destrezas de gobierno y ambición de mando. Las oraciones quedan para el domingo.

No estamos en el mejor de los lugares posibles de la clasificación mundial; más bien hemos descendido en la escala del buen vivir y nuestras capacidades productivas dejan mucho qué desear. Salimos del hoyo financiero de la gran y primera caída del régimen abierto del TLC (1995), pero nuestra recuperación hoy tan celebrada apenas nos depositó donde habíamos logrado llegar hace seis años, por debajo de los últimos logros del modelo anterior. Mientras tanto, con todo, la pobreza creció o se mantuvo millonaria en hombres, mujeres y niños, y la desigualdad se acentuó para hacernos el país que neciamente homenajea al barón de Humboldt cada siglo.

Esta es la realidad central y profunda que el nuevo sistema político debe encarar y buscar gobernar. Sus grupos dirigentes entran en escena sin hegemonía pero con popularidad indiscutible, y los actores recién llegados se aprestan a ir más allá del mando formal que la Constitución y el voto ciudadano les han otorgado. Quieren volverse, qué duda cabe, poder renovador de un Estado gastado, con el fin de fundar una dinastía civil que dure y se prolongue, bajo las bendiciones de una Iglesia prepotente y levantisca, que no olvida su historia real e inventada.

Fundar y ejercer una hegemonía en un mundo que no la da gratis, ni fácilmente, parece ser la gran tarea, el gran proyecto que diría John Dos Passos, de Vicente Fox y compañeros. Hacer compatibles mercado y justicia, necesidad y equidad, productividad con reparto social, se han vuelto sus divisas, aunque los instrumentos y los cómos se muestren renuentes y queden todavía en el arcón de los faltantes. Nada sencilla esta empresa en la que mucho se juega y nos jugamos.

No es asunto de dudas y concesiones. Más bien, lo que se requiere son voluntades racionales que le den sentido a un mundo que no lo tiene, y que hagan de la democracia un juego plural y creíble, productivo y eficaz por sus frutos y sus procesos, como no lo ha sido hasta la fecha.

Faltó desde luego un compromiso con la cultura, sin la cual la educación y la revolución anunciada son meras prácticas rutinarias o ejercicios tediosos con las computadoras y los videos. Los hombres y las mujeres del trabajo fueron apenas mencionados, y sus salarios del miedo quedaron a expensas de una productividad que se ha vuelto mítica, porque nunca es suficiente para sostener una distribución mejor, aunque siga siendo mínima. Tal vez, como lo anunciara Carranza en su día, llegó de nuevo para este país adolorido la hora de la lucha de clases.

No hay hegemonía sin Estado, y no habrá Estado legítimo sin renovación de la política que ahora se nos muestra barata y sin otra ambición que la del quítate tú para ponerme yo. No habrá, tampoco, una política de la razón si las creencias privadas se anteponen y se quieren volver inspiración de un ejercicio del poder que para durar tiene que ser laico y ecuménico, incluyente y diverso. Y todo está, sigue estando, en el aire de una democracia frágil cuyos protagonistas siguen, al parecer, sin entender del todo sus promesas y carencias.

Más allá del discurso está el reto del poder que no da tregua. México entró ya en este terreno de minas y arena. A ver.